Omar Ardila
Volver sobre la obra de Robert Bresson cuando los debates en torno a la esencialidad de las formas apenas sean vistos como un anacronismo subsidiario o cuando la creación esté más próxima a ser obra de una máquina que cuenta con innumerables posibilidades de sorprendernos, puede ser un acto de obstinación extrema o quizás, un intento de aferrarnos a lo poco que nos queda para seguir viviendo el encantamiento que nos trajo el cine – ¿o el cinematógrafo? – y que aún nos mantiene con los sentidos atentos frente a las pantallas.
Es sabido que la creación de Robert Bresson ha sido asociada con un lugar aparte, distante del canon, del espectáculo, de la complacencia, y que su estudio se ha dejado en manos de filósofos, críticos agudos, estetas avanzados o poetas que encuentran su mismo lenguaje en la tersura y porfía del asno en Al azar de Baltazar o en el vacío de los ojos de Mouchette.
También es usual que su obra sea entronizada en escenarios religiosos por aquellos que, desde la vía del ascetismo, coinciden en la convicción del sacerdote en Diario de un cura rural o por quienes vuelven a deslumbrarse con la épica fe de la santa francesa en La pasión de Juana de Arco.
Estos aspectos, junto a otros de similar intensidad, se complementan con la disposición del director de distanciar la presencia de lo teatral en su obra cinematográfica. Sobre este último aspecto hago mi acercamiento en el presente texto, apegándome básicamente a lo escrito por el mismo Bresson, quien consideraba, justamente, que el cine era una escritura.
Hacia un cine puro: el cinematógrafo
Antes de llegar a las reflexiones en torno a los vínculos y distanciamientos entre el teatro y el cine, considero importante recordar algunas ideas que Bresson fue llevando a la práctica con miras a depurar al máximo su trabajo artístico para llegar al cinematógrafo, el que también podríamos entender como la apuesta por el cine puro.
En su punzante libro de 1975, Notas sobre el cinematógrafo, el director ubica dos clases de películas en la tradición cinematográfica: “las que emplean los recursos del teatro (actores, puesta en escena, etcétera) y se valen de la cámara para reproducir” y “las que emplean los medios del cinematógrafo y se valen de la cámara para crear”.
Las primeras corresponden al grueso de la producción mundial, que Bresson consideraba que eran teatro filmado, mientras que las segundas, donde ubicaba su producción – y también podrían estar obras como las de Pasolini, Tarkovski, Kiarostami, Erice o Angelopoulos – son las que hacen parte del cinematógrafo.
Según Bresson, en el teatro filmado, al quedarse como medio de reproducción, sólo hay sombras de teatro, en cambio, el cine tal como él lo concibe es, ante todo, un medio de expresión. Con la experiencia del cinematógrafo procura ser lo más realista posible en tanto capta fragmentos en bruto de la vida real sin olvidar que el realismo es un medio y no un fin, pues considera que cuando el cine reproduce algo ya hecho por otro arte, no está transformando nada y por ende, no está llegando al cine que él busca, el cual “debe” expresarse por medio de relaciones entre imágenes y no a través de imágenes. Es la relación de aquellas lo que constituye el cine. Una imagen neutra puede llegar a vibrar al estar al lado de otra imagen: ahí es donde nace el cine, donde la vida del cine irrumpe, pero no es la vida de la historia ni la de los personajes la que irrumpe, es la vida del filme. Lo que pretende es que el intérprete, una vez inmerso en el filme, sea él mismo, no represente a nadie más a que a sí mismo.