Gustavo Colorado Grisales
Gildardo Antía lo recuerda con toda nitidez después de medio siglo: fue en septiembre de 1973. Había llegado a New Jersey en enero de ese año, atraído por la promesa de una vida mejor para su familia, una de las primeras que habitaron el barrio Cuba en Pereira, ciudad perteneciente todavía al Departamento de Caldas. Entonces tenía veinte años y un montón de ganas de ver mundo.Así que no se lo pensó dos veces cuando Balmore Garcés, un antiguo compañero de colegio, lo invitó a viajar a Nueva York, con la seguridad de que ya le tenía trabajo en una empresa de camiones que distribuía productos agrícolas por todo el Estado.Benjamín Antía y su mujer, Carlina Toro, sus padres, habían llegado a Pereira, como tantos, huyendo de la violencia entre liberales y conservadores que ensan grentó los pueblos del Antiguo Caldas y gran parte de los departamentos del Tolima y Valle del Cauca. Fue justo en el año de 1960. En el mundo corría el entusiasmo por la reciente Revolución Cubana. Eso explica en parte que entre los fundadores del barrio se encontraran militantes del Partido Comunista y que para sus asentamientos se escogieran nombres como Isla de Cuba, Leningrado o La Habana, para no hablar de los movimientos sociales y sindicales que se han gestado en sus calles.“Mis viejos levantaron un cambuche con esterillas, techos de zinc y cuanta cosa podían recoger por ahí. Mejor dicho, a todos nos tocó salir a las calles de Pereira, que entonces nos parecía lejísimos, y buscar lo que sobraba en las muchas construcciones que se levantaban en la ciudad, pues se aproximaba la celebración del primer siglo de su fundación”.Gildardo tiene hoy setenta y dos años y recrea esos recuerdos tempranos sentado frente a un pocillo de café amargo, en un bullicioso lugar situado a un cos tado de la plazoleta “Guadalupe Zapata” en pleno cen tro de lo que ya no es un barrio sino una ciudadela con al menos 250.000 habitantes, a la que no paran de llegar familias provenientes de distintos lugares del país, empujadas por otras violencias o en busca de opciones de estudio y trabajo para los suyos. El hombre no sabe quién fue Guadalupe Zapata y me pide información sobre esa mujer negra, cuyo rol en la segunda fundación de Pereira en 1863 sigue siendo objeto de discusión para historiadores y cronistas.
“Usted se podrá imaginar lo que significó para mí saltar primero del municipio de Balboa a Pereira y luego aterrizar en Nueva York sin conocer a nadie, salvo a mi amigo Balmore, un aficionado a los tangos y milongas que cambió de gusto musical cuando descubrió la salsa en las calles de Nueva Jersey. Esa música nos pegó en el corazón a todos, porque habla ba de vidas como la nuestra, de luchas en las calles, de amores, de abandonos y de unas ganas tremen das de algo sin saber exactamente de qué. Gracias a Dios, el idioma nunca fue problema, porque todos los vecinos y los trabajadores de la empresa hablába mos español, incluidos los judíos dueños de la mayo ría de negocios. Les tocaba aprender, porque éramos venezolanos, panameños, mejicanos, dominicanos, centroamericanos, cubanos, puertorriqueños y, por supuesto, colombianos. Eso fue bueno para la super vivencia, pero muy malo para otras cosas porque, fíje se usted, uno vivir cuarenta años en Estados Unidos, sus hijos nacidos allí, tener la nacionalidad de ese país y no saber hablar inglés y conocer más bien poqui to de otras regiones. Si usted me habla, por ejemplo, de California, me suena igual que si dijera China”.
De modo que esta gente necesitaba de una música para sentirse menos extraña. Dicen que fue así como nació la Salsa, una etiqueta para referirse a ese géne ro resultado de una convergencia de ritmos caribes de origen africano y español que acabó por conver tirse en la seña de identidad de los latinoamericanos en Nueva York.
Gildardo caminaba en compañía de Leticia, su novia quindiana recién conquistada, con un par de botas bajo el brazo que pedían reparación. Buscaba la zapatería de Gabriel Giraldo, un pereirano devoto del equipo de su ciudad desde los tiempos de la “Furia Guaraní” y su leyenda forjada en el campo del estadio “Alberto Mora Mora”, en el sector de Libaré. Entre la cantidad de avisos de toda clase de nego cios vio el letrero, escrito- cómo no- con letras rojas y amarillas: “G.G. Shoerepair” y el lema: “De Pereira para el mundo”.
“El pequeño local estaba lleno de bolsas con zapa tos que esperaban reparación o aguardaban a que sus propietarios los reclamaran. Las paredes estaban forradas con carteles del Deportivo Pereira, sacadas del periódico Nuevo Estadio o de la revista Vea Depor tes. En los pocos espacios libres se veían fotografías de mujeres desnudas publicadas en el periódico El Espacio. Y al final, junto a la puerta de entrada a las habitaciones del dueño, se encontraba una colección de discos de vinilo en 33, 45 y 78 revoluciones por minuto apilada sobre una mesa. Se vende música para coleccionistas, decía el letrero escrito a mano. Nunca olvidaré el título de ese disco: Pa´ bravo yo.
“Mis viejos levantaron un cambuche con esterillas, techos de zinc y cuanta cosa podían recoger por ahí. Mejor dicho, a todos nos tocó salir a las calles de Pereira, que entonces nos parecía lejísimos, y buscar lo que sobraba en las muchas construcciones que se levantaban en la ciudad, pues se aproximaba la celebración del primer siglo de su fundación”.
El cantante se llamaba Justo Betancourt. Así se lla maba un compadre de mis viejos en Balboa, aun que el hombre se firmaba Betancur. Confieso que esa coincidencia me empujó a comprar el disco, que logré negociar por cinco dólares. Tiene la marca de Fania Records, me dijo el dueño, como si eso justi ficara el precio. Me demoré un tiempo para enten der el porqué: ese sello era una garantía de calidad, como los plátanos de Pueblo Tapao que repartíamos en los camiones de la empresa”.
Vestidos de domingo.
Como si ese ritmo fuera la materialización de su pro pio espíritu, en la Ciudadela Cuba suena salsa por todas partes. Y aunque también se escuchan nue vos géneros con sus cantantes y orquestas, reina la vieja salsa canera, la de patio quinto, la de Roberto Roena, los hermanos Palmieri, Johnny Pacheco, Pete “El Conde Rodríguez”, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, Papo Luca y El Gran Combo de Puerto Rico, junto a cientos de músicos y orquestas que no es posible enumerar aquí. Esos ritmos hacen que los habitantes de la Ciudadela Cuba (“Los “cubiches”, como se llaman a sí mismos) habiten una especie de domingo eterno que se manifiesta en sus vesti mentas: sudaderas, bermudas, camisetas coloridas y chanclas de andar por casa. Es por eso que Gildardo Antía pasa la mayor parte de su tiempo de jubilado en cafés y billares donde suenan pachangas, sones y boleros. De hecho, con su bigote bien recortado y su pelo brillante a punta de gel, se parece a uno de sus músicos tan admirados.
aunque también se escuchan nuevos géneros con sus cantantes y orquestas, reina la vieja salsa canera, la de patio quinto, la de Roberto Roena, los hermanos Palmieri, Johnny Pacheco, Pete “El Conde Rodríguez”, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, Papo Luca y El Gran Combo de Puerto Ric “¿Me cree si le digo que hace tres meses no voy a Pereira?”, pregunta, y no espera la respuesta. “ Aquí en Cuba lo tengo todo: el banco para cobrar la pen sión y pagar los servicios; supermercados, restauran tes, iglesias, droguerías y clínicas, aunque espero no ir nunca por allá. Pero, sobre todo, tengo los cafés y billares donde me encuentro con los viejos amigos que también viajaron a Nueva York y con los que se quedaron aquí. Con un pocillo de café o medio de aguardiente, desbaratamos y arreglamos el mundo; hablamos de viejos amores, de música y del Pereirita, que al fin quedó campeón después de tantos años de sufrimiento. Juntos, evocamos los años sesenta, en los días del kínder de César López Fretes, cuan do armábamos verdaderos paseos desde Cuba hasta Libaré, en el otro extremo de la ciudad. Eran salidas familiares y de amigos. Madrugábamos a preparar los fiambres envueltos en hojas y salíamos a eso de las diez de la mañana, porque todos los partidos eran a las tres y media de la tarde. Cruzábamos trochas por donde hoy están los sectores de 2500 Lotes, Villa Verde, Samaria, Villa del Prado y El Poblado, que eran puros bosques y potreros. Al llegar a la estación del tren, en el Parque Olaya Herrera, subíamos junto a la carrilera y tomábamos la carrera diez, donde caminábamos un buen trecho hasta llegar al estadio Mora Mora. Como nunca teníamos plata, nos amontonába mos en el barranco, una elevación del terreno desde donde podíamos ver los partidos. Fueron tardes de dicha o sufrimiento viendo jugar a Achito Vivas, Isaías Bobadilla, Miguel Escobar, Gustavo Santa, Antonio Rada, Eusebio Escobar y otros tantos de ese equipo de 1967. Hoy, después de tantos años, recuerdo que esos paseos fueron lo que más extrañé durante todo el tiempo pasado en Nueva York”.
Con el paso del tiempo, y a resultas de los cambios experimentados en el país y el mundo, miles de cubi ches han encontrado otros destinos en el exterior: Venezuela antes de la crisis, España, Inglaterra, Japón y Chile. Muchos de ellos son descendientes de hom bres como Gildardo Antía, Balmore Garcés y Gabriel Giraldo. Igual que los abuelos, algunos de ellos emi grarán un día hacia lugares insospechados. Al fin y al cabo, llevan el espíritu de la errancia por dentro. Como corresponde, tendrán otros recuerdos; pero allá muy en el fondo de sí mismos, vibrará ese rit mo que hizo de su lugar de nacimiento un domin go eterno.
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