La primera mujer de nuestra vida por prelación cronológica e ineludible es la madre; irrumpimos en la vida haciendo llorar a una mujer, esa es nuestra primera gran hazaña, todo un símbolo y un anticipo, hacerla llorar desgarrándole las entrañas a la mujer que más nos ama. Y ahí está ya el vínculo más íntimo y profundo que nos ata a nuestras madres: el dolor.
Y ese dolor del parto es solo el primero de una cadena de dolores sucesivos que nos ata a nuestra madre, en el parto acaba el dolor biológico de engendrarnos y darnos a luz y empiezan los infinitos dolores espirituales de hacernos hombres.
La medida entrañable de la maternidad y la filiación es el dolor y cuanto más vale un hijo más dolores cuesta. Desde que cortan el cordón umbilical que nos ata biológicamente a ella comienza la separación; sobre todo cuando ya no la necesitamos y cuando empezamos a caer en la cuenta que sabemos más que ellas; y nos empezamos a sentir superiores a ella y damos un paso más ¡cállate mama!
Sin embargo nuestra madre es nuestra primera maestra la demás honda huella en nuestra vida no tendrá carrera universitaria ni bachillerato elemental, tal vez escribe con errores ortográficos no es doctor en historia, pero es doctora en los criterios cristianos de la vida, no es catedrático de medicina, pero que bien regenta la cátedra viva del dolor y el sacrificio; no es profesora de matemáticas pero si es profesora perfecta de bondad, no es entrenadora de deportes pero si entrenadora de hombres para las luchas de la vida. Sabe poco, enseña aparentemente poco, pero ese poco que enseña, es el hondo cimiento humano donde se apoya todo lo que aprenderemos después; y cuando ya estamos de vuelta de todas las cosas, cuando se nos desploma el mundo mentiroso de las apariencias y de los juegos fatuos, nos refugiamos en aquello poco, elemental y transparente que nos enseñó nuestra madre y que llevamos, guardado e intacto en lo más recatado y seguro de nuestro ser.