De nuevo nuestra Iglesia Católica nos convoca para celebrar el sagrado tiempo de cuaresma. Todo este trasegar por el mundo, lo vivimos, acompañados por el amor de Dios Padre, conducidos por su Hijo Jesucristo y ungidos por el Espíritu Santo. La inocultable presencia divina que brota de la fe, nos impulsa a vivir una espiritualidad encarnada, real, que no desconoce las alegrías y tristezas de la vida, las tragedias que vive la humanidad, pero que son iluminadas por el resplandor del resucitado, que se presenta como un sol de esperanza en el horizonte del universo, para vencer las tinieblas del pecado y de la muerte.
La cuaresma nos invita a contemplar el semblante vivo del Cordero inmolado, que nos mira agonizante desde la Cruz y nos habla con su sangre derramada, para darnos a conocer el mensaje divino; “Dios te ama desde la eternidad. Yo, el Hijo de Dios, entrego mi vida por ti, para que puedas retornar a las manos de mi Padre”.
Seamos sinceros. No ocultemos más nuestras culpas y miserias. En primer lugar, reconozcamos que nos hemos alejado demasiado de Dios; hemos pisado las arenas movedizas de la indiferencia y la incredulidad. Creemos que Dios no es necesario, que nos estorba y que no se puede entrometer en nuestra vida para dictarnos lecciones de comportamiento. “Yo soy libre y autónomo para dirigir mi vida como me parezca”. Esto lo escuchamos todos los días. El trono que edificamos para ubicar en lo más alto nuestro “EGO”, está construido de orgullo, soberbia, prepotencia, ansias de poder, idolatría del dinero y otras miserias que nunca en la historia de salvación han tenido aceptación divina. Y aún más, hay cristianos que viven desde hace mucho tiempo anclados en el pecado, pero que están sirviendo a Cristo, pensando que mientras sirven al Señor, pueden dar frutos abundantes, permaneciendo en el pecado mortal, engañándose a sí mismos. En cambio, el trono de Cristo que es la Cruz, fue diseñado por el amor, el perdón, la misericordia, el sacrificio, para recrear al ser humano herido por el pecado y por la muerte. El trono de la Cruz, donde yace el Hijo de Dios, es una fuente inagotable de vida eterna, para toda la humanidad. No dejemos pasar esta gracia cuaresmal, para que iniciemos de verdad un camino de conversión hacia Dios, principio y fin de nuestra existencia. Cristo, clavado en la Cruz, nos espera lleno de amor y misericordia.
La Pasión del Señor nos permite ver la realidad de nuestra Patria. El pecado ha extendido sus raíces destructivas de muchas maneras, propias de los hijos de las tinieblas. Muchos inocentes están siendo prácticamente crucificados cada día, por la violencia, el hambre, el terrorismo, la inseguridad, las nuevas formas de esclavitud, la corrupción. Los homicidios, asesinatos y masacres se han multiplicado, en varias regiones de la nación. Es una guerra que incendia todo, con tal de lograr el poder político y económico. En el horizonte no se percibe ninguna fuerza en pro de la unidad, que busque con sinceridad la justicia, la paz y la reconciliación. Nos toca, desde la fe, seguir proponiendo caminos de perdón, fraternidad y respeto a la vida, sin la cual nada digno se puede construir. Oremos intensamente en esta cuaresma por nuestra nación, para que el poder del Crucificado guíe nuestros corazones hacia la solidaridad, el servicio y el respeto a todos nuestros hermanos, principalmente a los excluidos y marginados.
Tengamos también presente al mundo entero, amenazado por ideologías y egos nacionalistas de las potencias, que desean inaugurar el comienzo de este siglo, con las mismas catástrofes del siglo pasado. En una conflagración mundial, ningún país se salva. Inocentes de todas las naciones serán sacrificados. Oremos al Redentor Crucificado, para que mire con ojos de misericordia a la pobre humanidad, que parece estar más enferma que culpada.
Adoremos y bendigamos al Mártir de la Cruz, para que tenga compasión de todos y nos sostenga en un camino de conversión serio y duradero. Nos encomendamos a la Madre sufriente del Calvario, para que interceda por nosotros pecadores, necesitados de perdón y misericordia.
Acompañemos al Señor en su dolorosa pasión, con un corazón humilde y arrepentido, para que en medio de las tinieblas del pecado, resplandezca la luz del perdón y la misericordia que nos otorga el Señor Resucitado.
+ RIGOBERTO CORREDOR BERMÚDEZ
Obispo de Pereira