Gonzalo Hugo Vallejo Arcila
El nuevo humanismo intenta reivindicar desde el arte y las humanidades el discurso político de Hannah Arendt, desdibujado por los intereses neoliberales, inquisitoriales, fascistas, sionistas y/o dictatoriales, escondidos tras los muros de Wall Street, el vaticano, los palacios autocráticos o el politburó soviético. Esta filósofa alemana de ascendencia judía, “apátrida”, nacionalizada en EE.UU. En 1951, a sus 45 años, después de una enconada lucha contra los totalitarismos del siglo XX, incluyendo los regímenes imperialistas de viejo cuño y los neocoloniales, fue conocida en el mundo intelectual y político nuestro a través de sus frases lapidarias convertidas en grafitis.
Conozcamos algunas de ellas: “No hay pensamientos peligrosos, pensar es de por sí peligroso… Prepárate para lo peor, espera lo mejor, acepta lo que venga… El pasado se supera narrando lo que sucedió… La banalidad es la forma de mantenernos ciegos y sordos ante la realidad… El mal proviene de no pensar y se nutre de la apatía”. Pero hay una profunda reflexión que quedó rubricada en una de sus cartas al filósofo Karl Jaspers en 1947: “La ciudadanía es el derecho a tener derechos”. En ella afirmaba que todos, de alguna forma, debían elegir “libremente donde piensan desarrollar su responsabilidad política y en qué tradición cultural se encuentran más cómodos”.
Para esta pensadora “indeseable”, hay dos tipos de conocimiento: el mal, producto de la ignorancia, extremo, superficial, expansivo y desmesurado que reduce todo a escombros y, en ese caos creado por él mismo, al no lograr asidero alguno, sucumbe. El bien aparece como recurso cognitivo radical y profundo que, al enraizarse en la existencia misma, termina por vencer sabiamente a “la banalidad del mal”. Esta milenaria y controvertida dicotomía, quizás fue extraída de textos mazdeístas que hablaban de la lucha entre dos fuerzas antagónicas (Ormuzd y ahriman), al igual que las visiones éticas del budismo o los diálogos socráticos que conjugaban sabia y pedagógicamente la ironía y la mayéutica.
La frase es concluyente: “Sólo hay un bien: el conocimiento… Sólo hay un mal: la ignorancia”. En sus artículos de 1961 para el periódico “The New Yorker”, analizó, de manera descarnada y crítica, el juicio celebrado en Israel contra el militar nazi Adolf Eichmann después de haber sido atrapado en Argentina en mayo de 1960. Allí se refugió bajo el nombre de Ricardo Klement este oficial alemán que fue responsable de los convoyes de la muerte y su luctuosa carga de prisioneros con rumbo hacia los campos de concentración y de “La solución final”, expresión que resumió el genocidio sistemático de millones de judíos durante la II Guerra Mundial… Eichmann fue declarado culpable.
La fuga
La fuga de Eichmann a Argentina (1950-60), su captura por parte de la agencia de inteligencia israelí (Mossad) y su muerte en la horca el primero de junio de 1962, desató agudas controversias sobre el Nazismo y la etiología de la criminalidad. Quedaron al descubierto y rubricados de esta forma delitos tipificados en muchos códigos penales, cometidos por seres sin ningún asomo de excepcionalidad; oscuras identidades de insospechados responsables de crímenes de guerra y ese silencio indolente y cómplice de una sociedad ignara y gregaria frente a sus victimarios. Arendt pudo constatar a través de sus investigaciones, el “normal” discurrir de la vida cotidiana de muchos delincuentes.
Sin justificar el delito y lejos de “invectivas apologéticas”, enfatizó en aspectos socioculturales más que en psicopatologías propias de la conducta criminal y nos dejó profundas y sorprendentes reflexiones sobre el impacto ético del “iter criminis” en lo atinente al holocausto judío. Denunció el papel connivente de los “Consejos judíos” en los campos de concentración de Auschwitz y Theresiendstadt, entre otros… Concluyó que el criminal y hórrido exterminio no fue realizado sólo por “gánsteres, monstruos o sádicos furibundos”, sino por miembros respetables de la sociedad alemana y por judíos, escribas y mercenarios al servicio de los cárteles alemanes o del capital comercial sionista.
Describió cómo la cultura de la barbarie se configura y acentúa a través de variadas formas reales, materiales o simbólicas de excluir, marginar o eliminar al otro al igual que el miedo caracterizado como ese sentimiento de angustia y zozobra provocado por una sensación de riesgo latente y amenazante. La xenofobia, el etnocentrismo, las múltiples violencias llámese oficial, (narco) guerrillera o paramilitar, con sus fosas comunes, fusilamientos, falsos positivos y desplazamientos forzados, al igual que el exterminio sistemático de 1300 líderes sociales en el caso de Colombia, son expresiones bárbaras de los últimos tiempos que delinean los rostros del horror y el terror en nuestros campos y ciudades.
Asunto ético
El filósofo búlgaro Tsvetan Todorov (“El miedo a los bárbaros” y “Nosotros y los otros”), compartía este criterio, “Ser civilizado es, ante todo, un asunto ético”, afirmaba. La irónica frase volteriana: “la civilización no es más que una forma de perfeccionar la barbarie”, al igual que las reflexiones del escritor francés André Maurois sobre el miedo, “el más peligroso de los sentimientos colectivos”, nos ayudan a comprender, en algo, este trágico modus vivendi. Se ha visto cómo ciertos personajes siniestros han teñido de rojo y negro las sentidas páginas escritas, los sublimes versos o los cálidos lienzos dibujados por seres indefensos que nunca sospecharon el infausto sino que se cernía sobre ellos.
Éstos han observado a lo largo de su historia y con un aterrador y patético estoicismo, cómo han borrado de un solo plumazo cualquier asomo de liderazgo que irrumpe en defensa de sus intereses y necesidades personales y comunitarias. Seres infames, indolentes y brutales se han apoderado cual señores feudales de un terruño de la historia nacional o local donde se enseñorea el mal en todas sus formas. Pero también se ha visto el daño de lesa humanidad que ha causado ese silencio cómplice que envuelve a todos aquellos que lo sufren, en una red de farsa y de disimulo. “El mundo es un lugar peligroso no por causa de los que hacen el mal, sino por aquellos que no hacen nada por evitarlo», afirmaba Albert Einstein.
La corrupción, expresión actual del abierto contubernio entre lo oficial y lo privado, toca extremos de irracionalidad y degradación desbordando cualquier medición de conducta dolosa. Huestes rabiosas e inconformes de seres marchan protestando y arremeten en abierta asonada contra la mediocridad gubernamental que linda con la cultura de la trampa y el atajo, encarnada ésta, en estultas y soberbias gobernanzas que fueron elegidas por ellos mismos. Esas autocracias se jactan al atribuirle el origen de su poder a seres violentos camuflados en trajes verde oliva que ayer inspiraban seguridad y orden y se analogizaban con el color de la esperanza. Ha llegado la hora pues, de reivindicar el discurso arendtiano.
Rescatar el pensamiento de Hannah Arendt nos permitiría, por ejemplo, hacerle una exégesis crítica a la esperanza para no permitir que, al instrumentalizarla, aleje a las personas de la realidad que las interpela desde su cotidianidad, porque en tiempos de barbarie, aciagos y oscuros, ha sido la esperanza la que ha impedido que la gente actúe. Muchas veces han sido sus propios victimarios los que han inoculado este sentimiento erigiéndolo como valor para infligirles más daño y dolor del que han recibido. Sólo cuando perdieron el miedo y la esperanza, se dieron cuenta de que había diferentes alternativas éticas y políticas agenciadas a través de la acción reflexiva traducida en praxis libertaria.
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