Virgilio Gonz?lez Gonz?lez
Mi entorno es fotogr?fico, inconmovible. El mundo no rebasa la frontera del tedio y el reloj se limita a seguir su c?clica rutina. A pesar de todo, voy a congregar palabras en la pantalla, an?rquicamente, sin argumento previo, s?lo para darle gusto a este vicio de escribir. Los ruidos promiscuos de la civilizaci?n rompen por momentos el silencio de esta tarde de domingo: un autom?vil que rasga el asfalto, voces ininteligibles en el vecindario, un perro que a?lla l?nguidamente en el jard?n del vecino, y el rumor persistente de la lavadora moliendo ropa sucia en el traspatio.
Improductivo, con los brazos ca?dos, miro por encima del computador a la espera de que algo inusual me sacuda del letargo. Frente a m?, tres libros superpuestos adornan una mesita de centro, entre otros objetos decorativos. El conocimiento, hermosamente empacado e intacto, duerme sin que nadie interrumpa su sue?o; solo maquilla la casa con un toque de cultura, partiendo en sus lomos la historia del arte. Los desempolvo; abro uno de ellos y el azar me enfrenta con la Mona Lisa, que me mira fijamente con su hipot?tica sonrisa.
Imagino entonces que ella me invita a un di?logo visual, atrapado en el misterio que duerme en el abultamiento de sus ojos y en la comisura de sus labios. He o?do decir que su rostro se transfigura cada vez que se la vuelve a mirar.
Para comprobarlo, cierro y abro el libro; lo hago aletear como si fuera una mariposa de papel, para volar con su mirada. El cr?tico tiene raz?n; siento que ella me sondea y me atrapa con un sutil coqueteo. El acertijo va espantando mi apat?a, la va diluyendo poco a poco a medida que interact?o con la bella florentina del quattrocento. No tengo otra salida que seguir jugando; entonces empiezo a alternarme en sucesivos estados de ?nimo, solamente para descubrir que quien me observa tiene vida, no es s?lo una piel de ?leo con entra?as de ?lamo que se exhibe al mundo en una sala rosa de Paris. Le esculco el alma para comprobar lo que un reciente software especializado en ?medici?n de emociones? concluy? sobre ella: ?La Gioconda est? un 83% feliz, un 15% triste y un 2% enfadada?. Trato entonces de provocarle esas tres emociones, sin motivo alguno. Antes de darle larga a mi pantomima, doy un vistazo a mi entorno para asegurarme de que no haya intrusos poniendo en duda mi presunta cordura.
Me r?o alegremente y, en respuesta, ella mira pl?cida a este loco transitorio. Expande su sonrisa en ?V?, cuidadosamente geom?trica, esparcida en ?sfumatto? a trav?s de sus p?mulos y apunta hacia las esquinas superiores del marco. Yo presumo en mi delirio que su risa tiene que ver conmigo, convencido de que mi ilustre nombre comienza en la magia de sus labios.? Enseguida, soy un hombre melanc?lico y entonces me replica con un amargo rictus en su rostro; entorna los ojos y cesa su sonrisa. Retrocede y se esfuma en su trasfondo, como disolvi?ndose en esa regi?n de pe?ascos l?gubres y caminos desolados que serpentean sin un destino conocido. Pasan a primer plano un puentecito que salva un r?o pedregoso y un cielo sucio que cae del marco como un viejo tel?n.
Antes de suspender mis devaneos con la mujer de Francesco del Giocondo, mezcla indefinida de cortesana culta y adolescente encinta, la estrello sonoramente contra la p?gina anterior y retorno el libro a su lugar. Es mi torpe forma de producirle un disgusto. All? la dejo temporalmente, enfrentada a flor de piel con el rostro feo de un viejo de Ghirlandaio y el de una dama de Van Der Weyden, p?lida y retra?da, que parece imitarla con su nariz alargada y sus manos pl?cidamente cruzadas. Vuelvo a abrir el libro para concluir el juego, pero no logro detectarle su peque?a porci?n de rabia. Al parecer, el famoso software no supo interpretar el porcentaje residual. All? contin?a, impasible y eterna, sentada en su galer?a florentina mir?ndome con un gesto ambiguo entre el pudor y la provocaci?n; con su velo imperceptible y su corpi?o cobrizo por donde asoma la frontera de sus senos.
Ahora regreso en el tiempo desde la patria chica de los M?dicis. Debo cruzar de nuevo la frontera de mi sensatez. Con Lisa Gherardini dejo atr?s la Florencia renacentista que est? empe?ada en renovar el arte para liberarlo de sus ataduras másticas. Muy a mi pesar, retorno para restaurarme en mi aburrida formalidad, sentado frente al computador y sin más oficio que ver apagarse esta tarde insustancial.