No juego a vencedor
Ay, pirámides, no necesito marcapasos
ni a ése o aquel intermediario que por descontado
ofrece lugar cimero del Parnaso. Yo no juego
a vencedor, pues me he desapuntado del convite
por la poquedad de mis nostalgias o rastrojos
donde parsimonioso sé apagarme en una vía
excesivamente secundaria y sin atrezzo.
¿Cuál otro olvido que me hicieron olvidaré? No
juego a vencedor porque ya me tragó la urbe
y la cibernética del mundo ciego; porque ya me
mordieron los perros del banquete; porque no sé
si caerme o mecerme en mi hamaca desastrada;
porque ya escuché a muchos Charlots y nada
me conmueven sus parodias ortopédicas.
Juegue a vencedor quien supere el electroshock,
tenga cuentas bancarias y aborrezca la utopía.
Nadie me lo dice, pero yo me sé un derrotado,
un insolvente agotando andanzas y cabriolas,
un creyente que ansía oír cantos de resurrección
mientras recoge espigas de trigo para el pan
de su familia, aquí queriéndole a cuatro manos.
Ya lo dije: ¡No juego ni jugaré a vencedor! Otros
escriban garabatos para subir al proscenio. Yo
puedo conformarme con mi intemperie en tierra
de nadie, pues también es grato ser llanero solitario
multiplicándose sin dar justificaciones ante ése
o aquel adalid que repite lo consabido, versos
van y vienen tan indolentemente palmeados.
Perder sirve de almohada para despertar mañana.
En días como estos
En días como estos, torcidos, cuando no hay mea culpa
y todo lo preside el cascabeleo de los demagogos
o el envite de celestinas pegajosas, no mataré mi sonrisa
ni mi instinto arquero por los caminitos de la rima,
por el trecho de las llamaradas, por la miel de la connivencia.
Ahora me llamo Universo y me pongo cielo abajo pero
Cerca, muy cerca de las dos mitades del gran cañón.
Déjenme ser bulto incansable, greda giratoria al pie
de la tórtola que voló por el desierto. Ahora me llamo El Siempre con la ruina de su hacienda pero ubérrimo de sosiego. Doy fe que el destierro no me resulta largo, que le hinco el diente a quien muestra los colmillos. Más adelante pediré un entierro en el aire. Mientras, síganme fuera de los templos fríos. Síganme a repartir el trigo, pero primero a sembrarlo lejos del tedio, sin liturgias, pero con desbastada Apocalipsis de primicias.
Quiero ver por dentro en días como estos, ver el misterio
que reside dentro de la luz arriba de los dátiles.
Llueven primaveras desde un anillo y ahora me llamo
Jeroglífico. Me doy a explicar cómo se han hecho
las cosas, cómo dentro quedó la vida que no ha sido
devorada del todo. Conservo la marca y escribo precarias sílabas en la piedra más alta.
Exactamente ahora me llamo Siervo juntando inocencias, colocando a los demás en la balsa, primero la antorcha del niño que fractura holocaustos. Al final sube el tutor absorto imbricado en el tiempo, en su gran
embudo. Dejadme parpadear la sangre de la vigilia
destemplando la osamenta de los ídolos. Dejadme libar
de las antiguas ánforas donde se guarda el vino del milagro. Dejadme quedar en calidad de prisionero
de mi propia certeza.
En días como estos, de pronto me peso
en la balanza aborigen y me arrullo en el meridiano
de su fiebre, de su pulso. Desnudo amor al paisaje
de antaño, verdes lentejuelas a favor de la dicha.
Cantaría en la verbena final, sin pavor al ridículo
de agrietar el silencio en días como estos que trasudan
carroña, que hieden a realidad degollada
zozobrando en torno mío.
Avisora, fermosa mía
¡Avisora, fermosa mía, la savia estimulante que mana en torno a mis empeños primordiales! ¡Avisora al Ser que me respira desde las hojas de su cielo! ¡Avisora el semblante que ya me empieza en estos años!
Oh virtud tan alta después de las estaciones
de este mundo viejo, ¡adelántate y prevalece,
desposada por mis querencias!, ¡adelántate al canto del gallo que no podrá recoger su sombra!, ¡adelántate
al gran Abrazo que ha logrado quitarse sus relojes!
Mi corazón remoto va en pos de ti. Llamando
y llamando suenan sus movimientos imperiosos, los ríos de su fortaleza voraz, las floraciones flexibles
inspirando el arrastre de simientes.
Mi querer tiene lámparas propias para los ojos que anido en bíblicos olivos o en tu cabellera azabache
oliendo a ensoñación.
¡Ten sed de mí, fermosa de temperaturas tropicales!
¡Ten sed de unas sonrisas que escardan los momentos rotos!
¡Y ten sed del Dios que viaja en nuestro Amor, aquí
o detrás de la vida!
Oh cielo del Amor que gotea miel de edénicos panales.
Oh salomónica entrega que nadie oye al revés.
Canta la alondra acerca de lo que le convoca.
Claro, es el giro de tu sangre viva, los campos desatados, el eco de la tibieza tuya desde el fondo de donde sabe despertarse para marear la ecuación: ¡Sumérgete, fermosa, en mi pecho de parábolas que siguen interrogando como hace siglos!
¡Vuela o voltéate
espejeantemente lenta por este cuerpo que me piensa!
Te beso, y aún es poco.
Te amo para que no se borre el Reino. ¡Avisora la levadura de los anhelos, mujer mía tan parecida a la de Magdala!
¡Avisora el discretísimo ritual con el que me despedirás
con fervor inasequible!
He regresado a tu boca, y así pasaré otro año
que a mucho me sabrá.
Alfredo Pérez Alencart. (Puerto Maldonado, Perú, 1962) poeta y ensayista peruano-español, profesor de la Universidad de Salamanca desde 1987. Es coordinador, desde 1998, de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos, que organiza la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes. Sus poemarios publicados son, entre otros: La voluntad enhechizada (2001); Madre Selva (2002); Hombres trabajando (2007); Cristo del Alma (2009); Savia de las Antípodas (2009); Cartografía de las revelaciones (2011); Prontuario de Infinito (2012); Memorial de Tierraverde (2014); Los éxodos, los exilios (2015), Ante el mar, callé (2017) o Barro del Paraíso (2019). Se han publicado seis libros de ensayos sobre su poesía, la cual ha sido parcialmente traducida a cincuenta idiomas. Ha recibido, por el conjunto de su obra, el Premio Internacional de Poesía Vicente Gerbasi (Venezuela, 2009), el Premio Jorge Guillén (España, 2012), el Premio Humberto Peregrino (Brasil, 2015) y la Medalla Mihai Eminescu (Rumanía, 2018), entre otros.