Mauricio Ramírez Gómez
La maestría de los poetas consiste en ofrecer a sus semejantes, en medio de su propia angustia, palabras y revelaciones que transformen su sensibilidad, que les informen algo nuevo sobre las tensiones que habitan su realidad. No significa esto convertir la poesía en un ejercicio proselitista, sino conservar, renovado, su carácter vidente. Para lograrlo, el poeta debe revisar su relación con el lenguaje. Entender que la creación no es simplemente un hecho estético, sino también, y sobre todo, un hecho político, puesto que puede alterar el orden establecido. Eso supone para el poeta una voluntad de querer correr los riesgos: el más temible de todos es verse absolutamente solo.
Como en muchas otras latitudes, esta especie de desazón ha sido tema de los poetas pereiranos, en diversas épocas, sin que sea precisamente una constante la reflexión sobre el hecho creativo, que podría decirse, define la entrada total en la modernidad. Reflexión que supone interrogar el lenguaje -es decir la realidad- para descubrir que la poesía habita precisamente en esos territorios donde ni las esperanzas ni el amor se aventuran. Incertidumbre plena.
Pereira tiene muchos poetas que se ufanan de serlo ante sus “semejantes”, en tertulias y ebriedades, y se avergüenzan de serlo ante sus escasos lectores. Deseosos todos de ser incomprendidos, tristes por no ser el último vanguardista sobre la tierra. Pero esclavos de las formas establecidas. Pareciera haber un afán de ser incomprendido, para excusar con ello las propias dudas sobre la obra.
Pero hoy nadie persigue a los poetas. Nadie prohíbe la poesía. Hoy la “locura” de los poetas es aceptada, celebrada y concurrida, aunque a nadie le interese. Las fotos de los poetas ya no se publican en la sección literaria o judicial, sino en la página social. Este hecho, en apariencia baladí, denota un cambio en la sensibilidad del público y también una actitud frente al hecho creativo, y mejor aún, frente a lo que podría considerarse la función de la poesía, que a juicio de T.S. Eliot no es otra que dar placer, entendido como el resultado de la “comunicación de una experiencia nueva, o alguna interpretación nueva de lo ya conocido, o la expresión de algo que hemos experimentado para lo cual no hallamos palabras, que amplía nuestro conocimiento o depura nuestra sensibilidad”. La existencia de una experiencia nueva supone que el poeta conoce o ha reflexionado sobre la sensibilidad del grupo humano que lo acoge o que es de su interés. También supone un esfuerzo por comunicarse con los otros.
En medio de este panorama, solo algunos poetas han asumido la creación como un modo de vida y en ocasiones, como la vida misma. Poetas que sin pretensiones ni ínfulas han creado su obra en una época de violencia, testimoniando la transición de un pueblo a una ciudad intermedia, que es reflejo de un país en el que la palabra es moneda falsa con la que se paga en público y en privado. Sin influenciarse de manera directa entre sí, es perceptible entre ellos un tono y una misma respuesta ante el vacío o la soledad: la palabra, el canto.
La batalla entre los poetas no es por el reconocimiento, los laureles o el dudoso poder de seleccionar una antología. Donde hay que batirse sin cuartel es en la escritura, tratando de doblegar el lenguaje para que se rinda ante lo que se quiere decir. El ideal ya no es la belleza ni la verdad ni la divinidad ni la posteridad. Es crear una mitología propia, entrar en la propia época y mirar el tiempo a los ojos. No hay un único camino, sino tantos como hombres y mujeres dispuestos a vivir en el intento. Parafraseando a Albert Camus, para el poeta sólo hay una cuestión realmente importante y es si la poesía merece o no ser escrita. Cada uno decide sobre sí mismo. Cada pájaro debe procurar hacerse escuchar, aferrado a su propia rama.