Gloria Susana Esquivel
La novela empieza con una imagen: justo antes de que amanezca, acostado en la cama, el protagonista ve una foto de su madre pegada en la ventana. La foto es “borrosa, rodeada del mundo negro”. Luego, incesantes, van apareciendo otras imágenes muchas, muchas, todo el tiempo que pueblan la novela de principio a fin: en un sueño, por ejemplo, un viento arroja piedras a la madre y al hijo; en otro, un espejo enorme cae del cielo y está a punto de estrellarse contra el protagonista… ¿Empezaste a escribir la novela desde una imagen específica?
Mira que sí, hubo una primera imagen que me gusta pensarla ahora como una imagen-semilla, o mejor, como una imagen creadora o imagen big bang es decir, como una imagen que no se queda en sí misma, por polisémica que pueda ser, sino que, por el contrario, provoca una explosión de imágenes a partir de ella. Esa primera imagen fue la de un hombre encerrado en una torre, mirando por la ventana, esperando a una mujer una mujer que no llega, una mujer que va a salvarlo. Esa imagen es, por supuesto, la inversión de una imagen que hemos visto muchas veces: la de una mujer que espera a un hombre, un hombre que va a salvarla. Hemos visto a esa mujer que espera, como dice Annie Ernaux en Pura pasión, “en todos los anuncios de perfumes o de microondas”. Y la hemos visto, claro, en los cuentos de hadas (y en las muchas variaciones y recreaciones de esos cuentos de hadas): la mujer que espera a su amor. Si bien es cierto que ya llevamos años interviniendo y cambiando esa imagen y esa idea, lo cierto es que la espera del príncipe azul, tal y como dice Andrea Köhler en El tiempo regalado, pervive como fantasía. Ahora, en el caso de la novela, el hombre espera a una mujer, y esa mujer es su madre.
Pienso que los personajes de mis novelas tratan todo el tiempo de llenar su mundo, que está vacío o que ellos sienten vacío (hacer esa diferencia es muy importante): lo llenan con imágenes, simbólicamente, y lo llenan con las distintas relaciones que entablan con sus semejantes, afectivamente. Un mundo huérfano empieza con la escena del padre haciendo dibujos de crayola en las paredes blancas: para mí, es una forma que encuentra él de poblar el despojo. Estrella madre empieza, como decías, con el hombre mirando una foto borrosa. A partir de esa imagen, que está desluciéndose, desapareciendo, él recuerda a su madre, piensa en la relación que tuvieron y comienza a narrar el mundo que lo rodea. Toda esa narración, que es la novela en sí, está llena de imágenes: quizás es la forma que encuentra él de llenar lo que se está quedando sin imagen. Sin su madre, el mundo se ha vaciado; pero ante ese vacío, él crea.
El título en sí mismo, Estrella madre, es una imagen…
Sí, la estrella madre es el sol o, digamos, la estrella principal de un sistema planetario. El título se refiere a una historia fundacional del protagonista, cuando una madrugada, de niño, abre los ojos y la madre no está. Pero de repente la escucha afuera, llorando, hablando con alguien… El niño la llama y la madre se asoma por la puerta, aún llorando y mientras ella se asoma, el sol también comienza a asomarse. El niño, entonces, identifica a la madre con el sol, a sus lágrimas con los rayos, y, a partir de ese día, llama al sol madre sol o estrella madre, y lo sigue haciendo ya de adulto. Es un mito que crea para sí mismo y con el que hace una construcción biográfica. Y ahí entra la luna: en ese mito, la luna es el hijo. “Yo soy la luna”, dice el protagonista. ¿Por qué? Porque la luna refleja los rayos del sol y él refleja el dolor de su madre. Es algo que está muy presente en esa relación: el niño es el espejo de la madre. Ella le pregunta todo el tiempo si se ve bien, si está vieja, si su cansancio se nota, y el niño le dice que sí, que está bien; la consiente, la reafirma. El psicoanalista Donald Winnicott arguye que el rostro de la madre es el primer espejo de una persona, que una buena madre sabe reflejar a su hijo. Aquí, el niño es el espejo y, por lo tanto, en ese mito que crea, es la luna.
En la novela escribes: “Los rayos del sol son largos: llenan la cara de la luna, la hacen brillante cuando el mundo es negro. También es larga la tristeza de mi madre: llega hasta donde estoy, por más distancias que existan. Yo soy la cara que refleja su dolor. Yo soy esa piedra”. ¿Cómo decidiste que el sol fuera la madre y la luna, el hijo?
Quizás, en un primer momento, para hacer una sencilla inversión de géneros: que el sol, masculino en español, fuera mujer; que la luna, femenina en español, fuera hombre. Y quizás, también, como homenaje a una novela y a un mito que son muy importantes para mí. La novela es Las olas de Virginia Woolf, que comienza con un amanecer. Ahí, el sol es una mujer que alza una lámpara. El mito es “El sol, la luna y el fuego”, de los ikas, compilado en el libro ¿Has visto el amanecer? Mitos y leyendas del sol y la luna de los pueblos indígenas colombianos. En ese mito, los habitantes de la tierra se preguntan cada madrugada si han visto el amanecer: es la pregunta diaria porque temen que el sol los deje. Y es lo que pasa en Estrella madre: el sol, la madre, se va.
La madre se va, efectivamente, pero queda su foto. Esa foto que se está borrando…
Toda foto es un fragmento y esa foto, ese fragmento borroso, puede ser una metáfora de la forma y de toda la estructura de toda la novela. Los 63 títulos de los episodios que componen la novela, por cierto, son casi todos imágenes: El sol del vidrio, Los ladrillos de la eternidad, El deseo no cabe en los ojos, El tic tac de las monedas, Un tesoro en el centro de la almohada, Un pescadito en la tierra, El cordón de humo, Todas las caras tachadas, El parto de una estrella… En su ensayo Sobre la fotografía, Susan Sontag expone que las fotos transforman seres humanos en cosas y cosas en seres humanos. Eso es exactamente lo que le ocurre al protagonista: como la foto se ha convertido en su madre, él le habla, la besa, le ruega, le pide que vuelva… En ese sentido, la foto es, para seguir citando a Sontag, “una visión afligida de lo perdido”, pero al darle un uso talismánico, el protagonista intenta asir a su madre ausente.
A partir de la foto, “el sol del vidrio”, el hombre narra y describe el mundo que lo rodea…
Ese mundo inmediato es el edificio en el que vive, que se llama “Lomas del Paraíso”, y la obra que están construyendo al frente. Quienes pueblan ese mundo son sus vecinas, el celador del edificio y los obreros que trabajan en la construcción. Como escribe Lupe Rumazo en Carta larga sin final: “Un edificio es un híbrido de muchos seres que hacen pirámide, como en los circos, pero que para no caerse se van soldando con cemento”. Así, el hombre, de frente a la ventana, se vale de los puntos cardinales para hablar de esas personas: en el norte (que en realidad es el apartamento de arriba) está Ida, a quien todos llaman Madrecita porque hace de su hijo a todo lo que ve y toca (objetos electrodomésticos, piedras, personas, frutas); ella, además, supuestamente tiene un niño de edad incierta, Albertico, que nadie ha visto, y lleva mucho tiempo a punto de dar a luz. Es un personaje carnavalesco, delirante, inspirado en la famosa “barriga ‘e trapo” del Caribe colombiano.
Luego, en el occidente, está Luz Bella, la gran amiga del protagonista, una mujer mayor que también conoció a la madre y que tiene delirio de profeta (ella asegura que puede ver el futuro, pero siempre hace sus vaticinios después de que ocurren los hechos). Luz Bella ve una telenovela, “El más grande espejo”, que ya está en la recta final cuando Estrella madre comienza. Desde el amor, y a veces a punta de chancletazos, trata de sacar al protagonista de sus permanentes ensoñaciones con la madre, darle un principio de realidad. Al verlo en esa espera desde hace tanto, al verlo en ese suspenso, entregado a la melancolía, ella trata de que su amigo mire hacia el futuro.
Sé que esta es la tercera versión de esta novela, que llevas escribiendo y reescribiendo desde hace tiempo. ¿Cómo eran las versiones anteriores?
La primera estaba escrita toda en segunda persona: el narrador se dirigía a muchas personas, especialmente a la madre, pero a medida que avanzaba la historia iba quedando borroso si la madre estaba presencialmente con él, si el protagonista le hablaba a una madre imaginada o una persona de carne y hueso que estaba ahí, a su lado. La segunda versión era radicalmente onírica, llena, llena de imágenes surrealistas como las de los sueños narrados en Estrella madre. En esa versión, ya era explícito que la madre no estaba presencialmente con él, pero no era claro qué había pasado, si se había ido o había fallecido, y toda la trama apuntaba al posible reencuentro (y al hecho de que ese reencuentro fuera un delirio del protagonista o un reencuentro real). Y bueno, esta tercera versión es lo que es. A pesar de las diferencias formales entre cada una, ha permanecido en todas las versiones la omnipresencia de una madre borrosa, o una madre-fantasma. La omnipresencia de una ausencia.
La novela es como una larga despedida…
Como en el poema de creación de los Kogui: “Primero estaba la madre”. Desde que nacemos empezamos a despedirnos. El nacimiento es, en sí mismo, una despedida: de la madre, que fue todo, que fue uno mismo. Despedirse de la madre (de la madre como Dios, de la madre como todo) es despedirse de lo que fue el mundo todo el mundo y de lo que fuimos. En ese adiós puede haber gran tristeza, desamparo y desconcierto. Pero las despedidas son nacimientos y siempre, después de ellas, podemos abrazar, pensar y hasta crear un mundo distinto, ya distintos nosotros también.