Feliz día
No había sido un día mejor o por lo menos más sencillo, antes se podría decir que fue peor, pues un camión se atrasó y no terminó de descargarlo hasta bien entrada la noche, por eso era raro verlo de buen humor y sonriente mientras que en la oscura calle, con las manos en los bolsillos y una ruana gris, camina despacio, arrastrando los pies y elevado en pensamientos que lo siguen haciendo sonreír. No se ve nadie más que él. La oscuridad reinante solo es vencida en los pequeños espacios donde el bombillo de una casa espera a alguien. En la esquina donde se encuentra la cortina metálica de la papelería cerrada, no toma a la izquierda como de costumbre, sino a la derecha, por donde se llega a una de las pocas cantinas del pueblo; sus hijos y su esposa se dormirán sin verlo. La cantina hecha de tablas anchas, sucias y agujereadas, donde se anegan los sentidos en líquidos amargos, está a unos pocos metros de donde se acaba el pueblo y empieza el barranco; el río poco suena, está muy en las entrañas de la tierra.
Sus pasos hacen crujir las escaleras y sus cochinas manos mover la baranda. Con un suave movimiento empuja la puerta que rechina y se atora en el desnivel del piso. Tres pares de cansados ojos voltean a verlo desde una oscuridad sin nombre, espesa de humo y fétida de orín envejecido. A los dos hombres, que están distantes entre sí, les molesta la sonrisa del sujeto y frunciendo el seño se dedican a mirar al piso o su botella. El que está sentado tras la barra lo saluda e intrigado le dice:
-Don Aldemar, raro verlo por acá un martes y además tan contento.
-Tenía sed.
-¿Cerveza?
-Si, pero sírvame dos de una vez.
Rápidamente se agacha, saca dos botellas de la canasta que hay en el piso y las abre. Aunque lo ve de buen humor no se anima a seguir preguntando, la costumbre le enseñó que los hombres en las cantinas no quieren hablar, y si lo quieren, no hará falta preguntar. Don Aldemar las coge y se sienta en una mesa cercana. Las botellas se vacían rápidamente, pero casi igual de rápido llega una nueva e igual de tibia a la anterior.
Una suave música nace de una rocola grande y vieja, de colores desteñidos y bordes carcomidos. Cuando se acaba la canción, si el viento viene desde abajo, se oye el pasar del río. El olor a orines va y viene, turnándose con el cigarrillo.
Los hombres beben, miran sin mirar, no hablan; sus mentes están en lugares lejanos o inexistentes donde nunca podrán vivir. Las caras tristes son lo normal en ese lugar hecho para la tristeza, para sufrir, para huir, por eso es extraña aquella sonrisa que no se desvanece, sino que se acentúa tanto que molesta considerablemente a los dos hombres que no pueden evitar mirar. Uno de ellos, que tiene botas de caucho y saco de lana, cree que se burla de él y pone su mano bajo la mesa, cerca del bolsillo donde tiene la navaja. Al otro, de ruana café, le fastidia simplemente la posibilidad de que la felicidad exista y sobre todo allí, en ese lugar y tan cerca de él.
Sin advertir las molestias y dedicado solo a los pensamientos que lo alegran, sigue sonriendo, sigue mostrando los dientes que resaltan en la oscuridad del lugar. El de la ruana café se remueve en su silla y escupe con fuerza a un costado. El otro siente como quema el frío metal de la navaja que acaricia; la toma y la aprieta, saca la hoja y la deja lista; antes de cualquier cosa va al baño para sentirse más ligero y con más confianza.
Don Aldemar ve como el sujeto del frente se pone de pie y va al baño. Él también siente que debe orinar, y se para, pero en vez de ir al orinal se acerca a la barra, paga y sale al frío pedazo de calle donde se oye el roce de las hojas de los árboles. Mientras, sonriente, escucha y siente el viento, el sujeto de la navaja, al no encontrarlo en la mesa, se apresura y sale, como no lo ve, corre tambaleante hacia la izquierda, en dirección al pueblo. Aldemar está a la derecha, sobre el puente, a pocos metros. El viento que le hiela la nariz, sin nada que lo pare, le mueve con vehemencia el cabello y la ruana. Huele a pino y habla como un río. Da unos pasos y queda pegado a la baranda. Pasa sobre ésta y queda de cara al viento y a la profunda oscuridad; deja que su cuerpo se incline lentamente hacia adelante. En el último momento no cierra la mano como en las ocasiones anteriores, sino que deja extendidos los dedos. Mientras cae no grita, no patalea, solo sonríe.
Biografía
“Mi nombre es Katsuyoshie Ecima Castillo y nací en Bogotá en marzo del año 1993. Aunque por el nombre no lo parezca, soy colombiano. Aquella recurrente confusión proviene de una herencia paterna con la que poco o nada he tenido contacto. Mi abuelo, oriundo de Tokio y huyendo de la Segunda Guerra Mundial, llegó hace setenta años a Colombia, donde se dedicó a enseñar sobre agricultura, y tiempo después, junto a una profesora colombiana, a tener y a educar a sus hijos (tuvo seis). Pero murió hace treinta años y el legado y las costumbres que dejó fueron tan débiles que apenas si pudieron llegar hasta mi y mis hermanos; debido a eso lo único que tenemos de japoneses son los ojos, el nombre y el apellido.
Viví 14 años en Ibagué (Tolima) y terminé el colegio en Cúcuta (Norte de Santander). En el año 2010 volví a Bogotá y estudié administración de empresas en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, hasta que en 2015 terminé la carrera y emprendí un largo viaje a Ushuaia, la parte más sur del continente; viaje que hice con lo que en mi maleta cargaba y treinta dólares en el bolsillo.
Durante aquellos diez meses descubrí mi amor por la escritura, y desde entonces me he dedicado en cuerpo y alma a aprender y mejorar en este campo que es tan interesante, como versátil y difícil”.