Gonzalo Hugo Vallejo Arcila
Debemos acceder a un conocimiento integral sin restricción alguna para resolver así, los problemas más simples e inmediatos de nuestra vida cotidiana. No se trata de pensar uncidos a los paradigmas prepotentes de la racionalidad occidental. Éstos, en nombre de una falsa postmodernidad globalizante, colonizaron nuestros imaginarios filosóficos y humanistas, estigmatizaron la dificultad, regularizaron la desventaja aniquilante y pontificaron el facilismo y la rapidez en el mercado aparentemente libre de las verdades y los intereses utilitaristas.
Buscamos descubrir esas antiguas rutas que, al alejarnos de lo prescriptivo, nos reencuentren con el inveterado mundo de lo proverbial y cotidiano donde lo más importante era el autoaprendizaje. Partimos de una “ética de mínimos” y unos “marcos valorativos análogos”, para considerar que es posible emprender la tarea de una reeducación en principios y valores (paz, tolerancia y solidaridad, entre otros). Así, de una manera sencilla y pragmática, partiríamos de los intereses y las necesidades reales de individuos, grupos, instituciones y/o comunidades.
A base de subterfugios, “mentiras piadosas” y mecanismos de fuga, enfrentamos nuestras crudas y anonadantes realidades e intentamos combatir la exasperante rutina de la cotidianidad con sus exasperantes “verdades mentirosas” que no nos permiten abordar el vehículo de nuestro autoconocimiento con el cual emprenderíamos ese tan anhelado viaje hacia el redescubrimiento interior, el reconocimiento de nuestra naturaleza y condición y la aceptación de lo que somos y tenemos, desde donde estamos y con lo que hacemos.
No se trata de vivir de espaldas a esos momentos difíciles vivenciales en los cuales nos sentimos atribulados e inermes ante situaciones turbulentas y trágicas que vivimos consuetudinariamente, momentos en los que percibimos muchas veces que todo está mal, que nuestra existencia se hunde en un abismo tan profundo que no se alcanza a divisar la luz. Esos momentos exigen de toda nuestra fuerza interior y de todo el coraje necesario para enfrentar lo que hemos llamado avatares, contingencias o vicisitudes.
En lo más profundo de nosotros, allí, en ese recodo del “iter ánimae”, donde dialogan de manera amigable la sensatez y la locura, somos héroes o villanos, pero al fin del cuento, protagonistas de esa historia legendaria, épica o romántica; autores y actores de un drama existencial cuya mágica trama se confunde con nuestra urdimbre ideológica y argumental bordando un tejido emocional con el cual cubrimos la desnudez y el frío de nuestros silenciosos sueños y resguardamos la cálida y vulnerable estancia de nuestros inconfesables secretos.
En abierto contubernio con la utopía, complotamos contra el miedo y la adversidad con el fin de sanar nuestras ansiedades y desvelos y echamos mano de prácticas espirituales ancestrales, narraciones míticas y legendarias y de todo aquello que nos permita aligerar nuestro paso por “la vía dolorosa”, sublimizar nuestro “descenso a los infiernos”, alcanzar, de pronto, el autoconocimiento y la autorregulación y confiar una vez más en el aquí y el ahora y en aquellas personas que comparten con nosotros nuestro incierto viaje y nuestro vago deambular.
Nos decimos que no tenemos tiempo para pensar con calma. Nos preguntamos qué o cómo podemos sacar algo de nuestra existencia en lugar de proponernos llenar de argumentos razonables el hecho de existir. Hemos mezclado peligrosamente el verbo “tener” con el de «vivir” y sólo en esta medida llegamos a «ser». Asistimos a un momento crucial en nuestras vidas donde opacamos nuestra natural capacidad para una vida satisfecha y feliz, sencilla y tranquila. Creemos que somos seres malditos expulsados del paraíso terrenal de nuestra felicidad.
Seguimos anclados en una moral judeocristiana y maniqueísta desconociendo que la libertad es ese ejercicio dialéctico a través del cual reconocemos que nuestra existencia es el resultado de la lucha permanente que libran elementos vitales contrarios. El encuentro consigo mismo significa el redescubrimiento y la aceptación de una realidad llena de sombras y resplandores, pletórica de incertidumbres e inauditas indeterminaciones donde no hay arribas ni abajos, ni aquís ni allís, ni míos ni tuyos, ni buenos ni malos.
No hemos querido reconocer que aun en medio de tanta exuberancia soberbia y grandilocuente, nuestra pluridimensionalidad es incierta, paradójica, conflictiva y polarizante y que allá muy adentro de nuestras vidas, hay un indudable y oculto equilibrio, unitario y vital, entre los mundos opuestos que subyacen en nosotros. Tampoco queremos reconocer que al mirar las estrellas y su grandeza cósmica debemos confirmar, aceptar y reconocer la insignificancia de nuestras “grandes” cosas y lo irrisorias y vanas que son nuestras imaginerías pasionales.
Sepultamos el conocimiento que tenemos de nuestra claroscuridad y el manejo dado a los grandes o pequeños conflictos que nos afligen; subvaloramos nuestro mundo mágico, inconsciente, instintivo, perceptivo e intuitivo (“dimensión “prelógica” como la llaman los guardianes de la heredad racionalista), al igual que esas miradas ancestrales, sabias e inveteradas que hemos acumulado a lo largo de nuestra compleja historia. En aras de un automatismo y una adaptación mecánica, enajenante e impersonal, todo ello ha sido cambiado.
Fetichismos psicopatológicos que niegan la vida o no le dan sentido, han ocupado aquel lugar. Nos negamos a beber de las aguas de nuestro inconsciente que, de pronto, calmaría nuestra sed y alimentaría la creatividad que aún pervive en nosotros. Vemos con estupor que no se vislumbra en lontananza ese faro que oriente las sendas oscuras por las cuales transitamos. Esa luz perdida podría ser hallada en las pequeñas cosas que guardan consigo ese lenguaje universal y cósmico a través del cual se nos muestra la sencillez de la naturaleza y el mundo.
No existe pues, nada más valioso que nuestro mundo interior. Reducir el simple número de nuestras opciones diarias, limitaría lo que nuestro yo tiene que procesar y reduciría en algo la ansiedad de nuestras vidas. Muchas veces equiparamos nuestra libertad con el grado más alto de individualidad y el máximo número de opciones como si se tratara de un experimento”. Deberíamos observar mejor y con mayor detenimiento, cómo sería nuestro diario vivir con menos opciones… No hay nada más valioso que nuestro mundo y orden interiores.
Decir que tenemos un inconsciente es otra forma de decir que somos mental y físicamente parte de la naturaleza. Las profundidades del inconsciente son las profundidades de la naturaleza misma. Incluso cuando nos sentimos más aislados de los demás, es importante recordar que nuestro lugar psíquico común, sigue siendo parte de ese ser que habita en nosotros mismos. Algún día, los conflictos y problemas que nos aquejan y obsesionan y que califican como esenciales, quedarán arrumbados en el museo de nuestras quimeras.