Yo, que siempre había sido tan tieso, me movía como un trompo al escuchar la salsa, la cumbia, el porro y el merecumbé. Incluso bailé salsa choke.
Fabián Henao Ocampo
Hace unos días tuve un sueño, la alucinación más extraña que he tenido en toda mi vida. No sé si es porque ese día estuve hablando un largo rato sobre la historia de Gregorio Samsa, el protagonista de la Metamorfosis, que un día despertó convertido en un insecto para luego morir.
Lo extraño de todo esto es que fue un sueño dentro de otro sueño; había despertado y al hacerlo retomé la rutina que suelo hacer todos los días. Despertar, prender la luz, dirigirme al baño y orinar. Estaba despierto, pero estaba dormido.
Al mirarme en el espejo me llevé la gran sorpresa, era yo, pero no era yo, mis ojos estaban más grandes y más blancos que la nieve, mis labios eran gruesos, el pelo estaba lleno de risos y mi piel era de otro color. Me había convertido en un afrodescendiente.
La sensación inicial fue de sorpresa, yo no sé porque había ocurrido semejante transformación. Me sentí como cuando la oruga acaba de dejar su nido para convertirse en mariposa; como el agua que se convierte en hielo; como la hostia que se convierte en Cristo. Me miré y me miré muchas veces en el espejo y vuelvo a decirlo, ya no era yo, me había convertido en un afrodescendiente.
Pero me encontré con varias sorpresas, unas buenas y otras malas, lo primero es que la ropa que había preparado desde el día anterior ya no me gustaba, quería ponerme un vestido alegre, unos tenis blancos y una chaqueta llena de colores, pero no tenía, mi armario estaba lleno de ropa clásica y otras cosas que a partir de ese momento ya no me gustaban.
Era sábado, no tenía que venir al trabajo y de un momento a otro estuve rodeado de mis nuevos amigos, era una multitud de personas que como si me conocieran de toda la vida me invitaron a un almuerzo y a una fiesta.
Nos sirvieron el almuerzo, era un comedor gigante y cada quien podía comer lo que quisiera, estilo bufete, había sancocho de pescado, arroz atollado, limonada de coco, patacón “pisao”, cazuela de frijoles, chicharrones de pollo, pitillos de marisco, cocadas, arroz afrodisiaco, jugo de borojó, postre de chontaduro, cuscús, matoke, kachumbary y muchas otras delicias. Eso si era comer con ganas.
Luego siguió la fiesta y nadie se quedó sentado, yo que siempre había sido tan tieso, me movía como un trompo al escuchar la salsa, la cumbia, el porro y el merecumbé. Incluso bailé salsa choke sin hacer demasiado esfuerzo. La música se metía por cada uno de mis poros y salía a través de mis manos y mis pies. Mientras tomábamos tapetusa.
Bailamos Cali pachanguero, la negra tiene tumba o, el preso, “la vamo a tumbar”, la rebelión, sin salsa no hay paraíso, periódico de ayer, la vida es un carnaval, vamos pal monte y otras más.
Estábamos ahí cuando de un momento a otro estaba en otro lugar, llegué a la parte amarga, la parte que no debería existir y tal vez el motivo por el que tuve este largo sueño; estaba en la calle, en medio de la ciudad, parecía la plaza de Bolívar, pero era otra parte, sentía que la gente me miraba unos con admiración y otros con desprecio y sentí lo mismo que han sentido los afrodescendientes durante siglos, como víctimas silenciosas del racismo y de la discriminación. Sentía que la gente, mucha gente me miraba con odio y yo quería preguntarles el motivo, pero no podía hablarles, solo me volteaban la cara, era como deberles dinero a todos, tener la deuda de vivir, estar y no estar al mismo tiempo. Y sentí por primera vez, lo mismo que sienten todos los que son desplazados por cualquier cosa, el abandono social, era el desplazado número veintiuno de cualquier lista.
Entonces salí corriendo de aquel sitio y al llegar a otro lugar me encontré con un anciano, el anciano no tenía color, parecía blanco, gris y trigueño; era azul, amarillo y moreno; le pregunté si podía sentarme junto a él y me miró dulcemente, le pregunté su nombre y la respuesta fue el silencio, entonces quise preguntarle el motivo de tanto desprecio y abriendo sus labios empezó diciendo:
“Tranquilo mi amigo, ya sabes, por esta experiencia cómo es sentirse siendo una persona de raza negra, pero es que no has visto la otra cara, ser de raza también es sentirse orgulloso de lo que eres y de lo que serás, sentirte grande por lo que representa la raza y la dignidad. Los hombres y las mujeres afros nos hemos ganado un espacio, nos hemos ganado un lugar en la historia de la humanidad, no necesitamos etiquetas, nuestra etiqueta es la sonrisa, el trabajo y la bondad”.
“Recuerda a Nelson Mándela, a Barack Obama, a Martin Luther King, a Michael Jordán, a Malcon x; al rey Pelé, a Willinton Ortiz, a Freddy Rincón. al Tino Asprilla; a la primera dama de Estados unidos Michel Obama; a Ángela Davis la activista; a la Doctora Miranda Bayle; a Leonor González Mina la negra grande de Colombia; a María Isabel Urrutia la negra de Oro, a tu vicepresidenta Francia Márquez y a tantos y a tantos afrodescendientes que nos han hecho derrochar aplausos”.
“A esos que te miraron feo déjalos, ni siquiera pienses en ellos, déjalos que se ahoguen en la penumbra de su karma”. Entonces dije al anciano: tienes demasiada razón; pero ahora tengo que contarte algo: “Estamos en un sueño y yo no soy un hombre negro”. Entonces me dijo con la seguridad del que sabe de lo que está hablando, “Yo tampoco soy un anciano”, soy la voz de tu conciencia que te está hablando para decirte y para que se lo digas a muchos que despierten, que se den cuenta que la piel no tiene color.
Entonces me desperté y al hacerlo retomé la rutina que suelo hacer todos los días. Despertar, prender la luz, dirigirme al baño, afeitarme y orinar. Y aquí estoy soñando que estoy despierto y pensando que yo era el anciano.