Se habla mucho del problema del mal. Se dice que es «la roca del ateísmo» y, de hecho, son bastantes las personas a las que se les hace difícil creer que pueda existir un Dios bueno del que haya brotado un mundo en el que el mal tiene tanto poder.
Las preguntas se agolpan una tras otra: ¿Cómo puede quedar Dios pasivo ante tantas desgracias físicas y tragedias morales o ante la muerte cruenta de tantos inocentes? ¿Cómo puede permanecer mudo ante tantos crímenes y atropellos cometidos muchas veces por quienes se dicen sus amigos?
Y, ciertamente, es difícil obtener una respuesta si uno no la encuentra en el rostro del «Dios crucificado». Un Dios que, respetando absolutamente las leyes del mundo y la libertad de los hombres, sufre Él mismo con nosotros y desde esa «solidaridad crucificada» abre nuestra existencia dolorosa hacia una vida definitiva.
Pero no existe sólo el problema del mal. Hay también un «problema del bien». El famoso biólogo francés Jean Rostand, ateo profeso pero inquieto hasta su muerte, hacía en alguna ocasión esta honesta confesión: «El problema no es que haya mal. Al contrario, lo que me extraña es el bien. Que de vez en cuando aparezca, como dice Schopenhauer el milagro de la ternura. Es más bien esto lo que hará decir que no todo es molecular La presencia del mal no me sorprende, pero esos pequeños relámpagos de bondad, esos rasgos de ternura son para mí un gran problema».
El hombre que sólo es sensible al mal y no sabe gustar la alegría del bien que se encierra en la vida, difícilmente será creyente. Sólo quien es capaz de captar la generosidad, la ternura, la amistad, la belleza, la creatividad y el bien, puede intuir «el misterio de la alegría» y abrirse confiadamente al Creador de la vida.
Es significativa la observación de Lucas que nos indica que los discípulos «no acababan de creer por la alegría». La vida y el horizonte que se les abren en Cristo resucitado les parecen demasiado grandes para creer. Sólo creerán si aceptan que el misterio último de la vida es algo bueno, grande y gozoso.
Probablemente, la increencia de bastantes comienza a engendrarse muchas veces en esa tristeza que se produce en la persona cuando se ha vaciado de interioridad, ha cortado el lazo vital que la unía con Dios, ha reducido su vida sólo a lo pragmático y se ha inventado una moral propia tan tolerante como egoísta.
Pablo VI, en su hermosa Exhortación Gaudete in Domino, invita a aprender a gustar las múltiples alegrías que el Creador pone en nuestro camino: vida, amor, naturaleza, silencio, deber cumplido, servicio a los demás… Puede ser el mejor camino para «resucitar» nuestra fe. El Papa llega a pedir que «las comunidades cristianas se conviertan en lugares de optimismo donde todos los miembros se entreguen resueltamente al discernimiento de los aspectos positivos de la persona y de los acontecimientos».