La novela es un poema de amor al agua. Nos recuerda que incluso nuestra fragilidad es menor cuando podemos beber.
Jáiber Ladino Guapacha
Si hay un momento en el que se pueda recoger el pasado, presente y futuro de La sed, novela de Enrique Patiño publicada por primera vez en 2013, creo que es el que se encuentra a unas cuarenta páginas de iniciar el recorrido por el futuro postapocalíptico de una metrópoli. El hombre anónimo que protagoniza la obra escucha a la tendera, quien se despide diciendo: “El dinero ya no circula. Solo el agua. A mí apenas me quedan diez litros de vida que no lograron quitarme”. En el lamento de la mujer se recoge el fracaso de todos los artefactos simbólicos creados por la humanidad para relacionarse entre sí. No hay una filosofía de vida, una política mesiánica, un sistema económico que garantice la vida: sólo queda volver a la tribu, al clan, a las relaciones de caverna en las que no se puede ser hospitalario pues el peregrino puede quedarse con lo que asegura la sobrevivencia. En el desierto, que crece cada vez más, hay unos mercenarios dispuestos a arrebatar hasta la vida con tal de atesorar huesos y basura.
La historia comienza in medias res. Un hombre intenta sobrevivir en una cueva que se ha hecho a partir de basuras, para despistar a cualquier migrante que se lanza al desierto con la esperanza de encontrar más allá de las fronteras urbanas, un poco de agua. Sobrevive con un pozo que protege del sol canicular que evapora cualquier esperanza. El porqué de esas circunstancias lo vamos descubriendo poco a poco a medida que él se relaciona con otros personajes.
Una ciudad cuya demanda de agua había sido superada con la construcción de un acueducto, nutrido por los ríos del sur, colapsa cuando deja de llover y las tuberías dejan de ser generosas. La catástrofe acrecienta la brecha entre ricos y pobres: los primeros pueden pagar cualquier precio por el líquido vital mientras los segundos comienzan a morir de sed. Pero nadie tiene el suficiente dinero para comprar el ciclo hidrológico y lograr que vuelvan las lluvias. La militarización es una respuesta que no se hace esperar y pronto están los soldados custodiando los tubos exangües. Las tecnologías resultan obsoletas también. Sin agua, no hay cómo sostener el mundo tal y como lo conocemos.
La joven
Ese pasado que se va construyendo por piezas diseminadas en cada capítulo, es el panorama que precede a la aparición de la joven, momento en el que se acelera el desequilibrio de ese monolito que parecía el hombre con su basura, en medio de la tierra reseca y con un cielo plomizo de nubes de bolsas plásticas. La primera grieta que se abre en el hombre tiene que ver con sus sentimientos: recoge y protege la chica que había sido abandonada por su propio grupo, convencidos de que no habría nada más que hacer por ella. Por alimentarla va al poblado en busca de alimentos y es cuando se entera de que el gran éxodo ha iniciado: la ciudad queda totalmente vacía porque cualquier gota de fe, de esperanza a la superación de la sequía se ha evaporado. De morir entre las paredes de concreto y las dunas de las montañas en las que hace años no llueve, hombres y mujeres han optado por perecer caminando en busca del último rincón en el que el agua brote.
Cuando la mujer se ha recuperado un poco vienen nuevos retos: buitres y acualtantes, bandas dedicadas a robar y a atracar a los que hoy reconocemos como los migrantes del cambio climático. Las diferencias entre los dos grupos de delincuentes son sutiles. La forma en que se apoderan de los escasos recursos hídricos que llevan consigo los viajantes nos demuestran una tiranía en aumento.
Rehenes
El hombre y la joven son tomados como rehenes por los buitres, quienes deliran con la empresa de volar el acueducto y extraer lo que no llegaba a la ciudad. Los buitres, apoyándose en las armas y las municiones con que cuentan, tienen esclavizados a un grupo de personas con las que comienzan a excavar para crear una piscina alrededor de la cual pretenden crear un nuevo reino al que todos deben aportar si pretenden beber.
No obstante su proyecto se ve pronto amenazado cuando los acualtantes comienzan a rodearlos. El reemplazo de unos “amos” por otros, se da pronto con la aparición de un grupo de enfermos de cólera. Entre los nuevos “señores”, mucho más crueles que los anteriores, hay un grupo de hombres que abusan sexualmente de la joven, lo que despierta en ella una sed de venganza que la lleva a envenenarlos a todos con las pilas que había recogido de los cadáveres de soldados que habían muerto junto a la malla alambrada del acueducto.
La moralidad entre el hombre y la joven queda en equilibrio. Él, que había dejado morir a los suyos, de sed, para sobrevivir, pero que fue capaz de velar por la joven que iba a secarse en el desierto está a la par de la joven entusiasta, que en la ciudad lideró movilizaciones a favor del derecho fundamental de acceder al agua potable, y que ahora es asesina por envenenamiento para sobrevivir.
De regreso
Una vez han derrotado a sus enemigos, de regreso al pozo protegido entre basuras, sólo queda rogar por una nube que aparezca y con la que un mundo nuevo y mejor pueda renacer. Sin embargo, no es ese el propósito de Patiño, el autor, quien en las páginas finales seca toda esperanza.
La novela es un poema de amor al agua. Nos recuerda que incluso nuestra fragilidad es menor cuando podemos beber: “[…] entendió que nadie es indiferente al agua. Nadie entra a ella sin modificar su expresión. Nadie, cuando lo recorren sus hilos, cuando lo salpican sus gotas, queda inmune y olvida quién es por un instante para reencontrarse de inmediato y fundirse en ella como si volviera a la vida”
Eso sí, ante todo, un poema en clave profética.
@JáiberLadino