En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
Palabra de Dios
Flexionemos juntos
Jesucristo continúa con el Sermón de la Montaña que venimos escuchando estos domingos. Hoy se nos presentan otras dos contraposiciones entre lo que se dijo en el AT y lo que él nos manda, en este caso sobre la venganza y el amor al prójimo. En cuanto a la primera, la ley del talión prescribía una respuesta de magnitud igual o inferior al daño recibido. Frente a esta solución penal ante el agravio, Jesucristo propone una respuesta moral que renuncia a toda exigencia de venganza. Esto no significa que no se deba velar por el orden social o que injusto pueda campar a sus anchas, haciendo alegremente de las suyas. Sería inviable y moralmente mala una propuesta en tal sentido. Lo que Jesucristo pide es que cada uno de nosotros a nivel individual renunciemos a cualquier supuesto derecho de venganza.
El Maestro lo ilustra con cuatro ejemplos de actuación: poner la otra mejilla, dar la túnica, acompañar otra milla y no negar a quien nos pide. Exigencias en orden decreciente de derecho a una respuesta en el sentido de la ley del talión. De hecho, la última petición no es respuesta a ninguna injusticia, sino solamente un ruego, pero que, dado que no se podían exigir intereses y existía el año sabático, implicaba gran generosidad. La nueva ética de Jesús no pretende subvertir el orden social; más bien propone a cada hombre particular una nueva moral en su relación con los demás, guiada por actitudes alejadas de la venganza y orientadas al amor al prójimo, incluyendo al enemigo.
Frente a las dudas y limitaciones del AT con respecto al amor al prójimo, Jesucristo lo amplía incluyendo al enemigo y erigiéndolo en un precepto de carácter absoluto. Llega a pedir que oremos por nuestros contrincantes, muestra de la medida del amor que se les debe. Esta forma de proceder no tiene otra motivación más que la imitación de Dios mismo, que hace llover sobre buenos y malos, y trata a todos con misericordia. Nuevamente es la actitud que encontramos en el salmo de hoy. Es clemente y misericordioso con todos, aleja de todos sus culpas. El pecador se convierte en enemigo de Dios por su pecado, le rechaza y le ultraja. Sin embargo, su Creador, en lugar de tratarle conforme a la ley del talión, le perdona y abraza con ternura. Es lo que Dios hace con cada uno de nosotros; sí, contigo y conmigo amigo lector. Tenemos que empezar tomando conciencia de esta realidad con respecto a nosotros mismos primero antes de pensarlo en referencia a los demás. Siendo enemigos de Dios, Cristo murió por los pecadores, nosotros. Si te consideras digno del amor de Dios, merecedor de su misericordia, difícilmente comprenderás el precepto del amor a los enemigos y el sentido del mensaje del Sermón de la Montaña.
La última parte del Evangelio, que contraponiendo las exigencias del amor al prójimo-enemigo a lo que resulta habitual entre los hombres (publicanos, gentiles, etc), muestra lo extraordinario del mandato. Amar a los que nos aman y tratar bien a los que hacen lo propio con nosotros carece de valor moral, nada meritorio. Jesús exige a sus discípulos la perfección de Dios. No manda un amor terreno, puramente humano; exige imitar el mismo amor de Dios, reflejando su bondad absoluta. Por eso debe abarcar a todos los hombres. Por cierto, no se trata de un sentimiento surgiendo naturalmente del interior del hombre, entonces sería imposible de cumplir. Nadie nos puede exigir que surja de nosotros un impulso espontáneo positivo hacia quienes nos injurian o persiguen. Lo que se nos pide es una actitud o compromiso con respecto a los demás, una decisión de nuestra voluntad que se traduzca en actos, un propósito. En una sociedad como la nuestra, rayana en una dictadura del sentimiento espontáneo como lo (único) naturalmente bueno, hemos de recordar las exigencias de Jesucristo que nos piden amar a quien de manera natural no nos sentimos inclinados. No amarles porque nos caigan bien, nos resulten simpáticos o agradables, sino porque Dios también les trataría así, no como haríamos nosotros si siguiéramos nuestros impulsos más primarios. Pero sí cuando nos proponemos seguir los mandatos de Jesús siendo ayudados por la gracia de Dios. No se nos pide nada que exceda nuestras capacidades.
Para ello debemos de desarrollar en nosotros una actitud interior, no un sentimiento; ejercitar la templanza, vencer las inclinaciones primeras, no dejárnos llevar por la ira, rechazando toda venganza y derechos propios, buscando proceder de forma compasiva como lo haría el mismo Dios o como trataba Jesucristo a los pecadores, Dios Padre al hijo pródigo. Esta es una nueva actitud y una nueva moral propias del Evangelio y distintas de cualquier otra propuesta ética o filosófica de la antigüedad u hoy día.
El amor al prójimo (amigo y enemigo) no se producen por valorar positivamente sus personas, que en sí ya sería una razón suficientemente válida. Todos somos hijos de Dios y estamos llamados a la comunión con él. Sin embargo, lo que se nos pide es amar al prójimo por Dios. A Dios se le ama por sí mismo, al prójimo por Él. Este argumento lo refuerza Mateo con la identificación de Jesucristo con cualquier ser humano (Mt 25, 37-40). No olvidemos un detalle, cuando se nos pide amar al enemigo no se incluye incondicionalmente todo; debemos amar su persona, no sus actos malos. Le amamos, deseamos su bien y, por tanto, su conversión a Dios. Se nos pide rezar por el enemigo y eso incluye pedir para él lo bueno, que estar con Dios, imitar a su creador, seguir los mandatos de Jesucristo, forma formar parte del Cuerpo de Cristo del que nosotros también somos miembros. Debemos proceder siempre con odio al pecado y amor al pecador (sabiéndonos nosotros tratados así por el mismo Dios y por algunos de nuestros semejantes), sabiendo que eso mismo hace Dios con nosotros.