En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
Palabra del Señor
Flexionemos juntos
En el Evangelio de hoy Jesús enseña cuál es la misión de sus discípulos en medio de los hombres y lo hace por medio de dos bellas imágenes: «Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo». Ambas expresan dos aspectos complementarios esenciales de la tarea que deben realizar los cristianos en su ambiente. La sal es la primera de las imágenes a que apela Jesús para definir la identidad de su discípulo. La sal es un elemento familiar de cualquier cultura, pues desde siempre se ha utilizado para dar sabor a la comida (ver Jb 6,6). Incluso, luego de la aparición del frío industrial, era prácticamente el único medio de preservar de la corrupción a los alimentos, especialmente la carne. Pero además en la cultura bíblica y judía, la sal significaba también «sabiduría» (ver Col 4,6; Mc 9,50). Y no en vano en las lenguas latinas los vocablos sabor, saber y sabiduría pertenecen a la misma raíz semántica y familia lingüística.
La primera tarea de la sal es la de difundirse e incidir sobre la realidad para mejorarla. La sal se pone en los alimentos en pequeña cantidad, pero lo penetra y sazona todo. La sal se realiza plenamente cuando ha comunicado su sabor a todo el alimento. Esa es su razón de ser. Asimismo, el cristiano no ha recibido el Evangelio y el conocimiento de Cristo sólo para sí mismo, sino para comunicarlo a los demás. Con esta metáfora Jesús indica la tarea de trabajar para que en el ambiente rijan los criterios y valores evangélicos. Todo cristiano debe sentir la urgencia de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizara! Evangelizar no es para mí ningún motivo de gloria; es un deber que me incumbe» (1Co 9,16).
Ante esta metáfora de la sal hay una cosa que es necesario evitar cuidadosamente: perder el sabor. Es decir, perder la incidencia sobre la realidad, porque se han perdido los criterios de Cristo y se han adoptado los de la mayoría: se piensa y se actúa como todos, se sustentan las mismas ideas, se vierten las mismas opiniones, se adoptan los mismos criterios: es como la sal que se ha vuelto insípida. Cuando alguien ha caído en este estado, es difícil que se convierta y vuelva a ser fiel a su misión de cristiano. Esto es lo que quiere decir Jesús con su pregunta: «¿Con qué se la salará?». La respuesta obvia es: «Con nada», pues nadie echa sal a la sal. En este caso rige una palabra terrible de Jesús por lo realista que es: «Para nada sirve ya sino para ser arrojada fuera y ser pisoteada por los hombres». También contra este peligro nos exhorta San Pablo: «No os acomodéis a la mentalidad del mundo, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente de forma que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agrada-ble, lo perfecto» (Rm 12,2).
«Ser luz del mundo»
La metáfora de la luz acentúa la incidencia que deben tener los discípulos de Cristo sobre la sociedad por el tenor de vida intachable que están llamados a conducir. En el Antiguo Testamento es frecuente atribuir a Dios el ámbito de la luz. En los salmos se decía: «Yahveh, Dios mío, ¡qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, rodeado de luz como de un manto» (Sal 104,1-2). Los fieles expresaban su confianza en Dios diciendo: «Yahveh es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 27,1). El profeta Isaías da un paso más y da a Dios ese título: «La Luz de Israel será un fuego y su Santo una llama, que arderá y devorará» (Is 10,17). Este mismo profeta se dirige a Jerusalén, la ciudad santa, diciéndole: «¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!… El sol no será para ti nunca más luz de día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que tendrás a Yahveh por luz eterna» (Is 60,1.19-20).
Este desarrollo alcanza su cumbre en el Nuevo Testamento en la expresión clara y explícita de la primera carta de San Juan: «Este es el mensaje que hemos oído de Él y que os anunciamos: Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1,5). La luz no es sino participar de la vida de Dios, que es lo mismo que la santidad. Así adquiere toda su profundidad la afirmación de Jesús: «Yo soy la luz del mundo». Según la enseñanza de Jesús, también sus discípulos son «luz del mundo», porque ellos viven la vida de Dios y están llamados a «ser santos como Dios es santo» (Mt 5,48). Su situación está expresada así: «En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor» (Ef 5,8). La luz, por su propia naturaleza, ilumina. Podemos decir que su testimonio es irresistible. Imposible no sentirse atraído poderosamente por el testimonio de un San Francisco de Asís, de Santa Rosa de Lima, de San Agustín y de tantos otros santos. Ellos proyectaban una luz potente que movía a los hombres a alabar a Dios y cambiar de vida.
A este propósito Jesús advierte: «No se enciende una luz para ocultarla». Es lo que habría ocurrido si los Apóstoles hubieran formado entre ellos un pequeño grupo cerrado para vivir del recuerdo del Señor. Ellos en cambio poseyeron la luz de Cristo al punto de decir: «Ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,20), y la difundieron por todo el mundo. Cumplieron así la exhortación de Jesús: «Brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorif¬quen a vuestro Padre que está en los cielos».
«No se enciende una luz para ocultarla»
Otro peligro que acecha a la luz es que se opaque, que su lucha contra las tinieblas no sea nítida, que se deje vencer por las tinieblas. Es el mal que hoy día llamamos la «incoherencia», que afecta a quien se llama a sí mismo luz, pero no ilumina. Una «luz oscura» es algo incoherente en sí mismo. Este mal afecta mucho a América Latina como lo afirmaron los Obispos en Santo Domingo: «El mundo del trabajo, de la política, de la economía, de la ciencia, del arte, de la literatura y de los medios de comunicación social no son guiados por criterios evangélicos. Así se explica la incoherencia que se da entre la fe que (los católicos) dicen profesar y el compromiso real en la vida» .