En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Palabra del Señor
Flexionemos juntos
El evangelista comienza con una nota aparentemente irrelevante: “Seis días después”. ¿Después de qué? No está dicho, pero probablemente se refiere al debate sobre la identidad de Jesús que tuvo lugar en la región de Cesárea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). Uno se pregunta por qué Jesús tomó consigo solamente tres discípulos y por qué subió a un monte.
Comencemos por este último detalle. Es curioso, sobre todo en el evangelio de san Mateo, que cuando Jesús quiere decir algo verdaderamente importante sube a un monte: la última tentación tiene lugar en un monte (cf. Mt 4,8); las bienaventuranzas son proclamadas en un monte (cf. Mt 5,1); es en un monte donde se realiza la multiplicación de los panes (cf. Mt 15,29) y, al final del Evangelio, cuando los discípulos se encuentran con el Resucitado y son enviados al mundo entero, están “en el monte que les había indicado Jesús” (Mt 28,16).
Basta recorrer las páginas del Antiguo Testamento para comprender tanta insistencia. El monte, en la Biblia como también en la mayoría de los pueblos antiguos, era el lugar del encuentro con Dios: fue en el Sinaí donde Moisés tuvo la manifestación de Dios y recibió la revelación que después transmitió a su pueblo, y fue en la cima del Oreb donde Elías tuvo el encuentro con el Señor. Es más: en Éxodo 24 leemos que Moisés subió “después de seis días” al monte, acompañado de Aarón, Nadab y Abihu (cf. Éx 24,1.9), y fue envuelto por una nube. En el monte, incluso su rostro se transfiguró por el esplendor de la gloria divina (cf. Éx 30,34). A la luz de estos textos queda claro el objetivo del evangelista: intenta presentar a Jesús como el nuevo Moisés, como el que entrega al nuevo pueblo, representado por los tres discípulos, la nueva ley; Jesús es la revelación definitiva de Dios.
El rostro resplandeciente y la ropa blanca como la luz (v.2). Estos son también motivos recurrentes en la Biblia. “Te revistes de belleza y esplendor. Te vistes de luz como de un manto” (Sal 104,1-2). Son imágenes con que viene afirmada la presencia de Dios en la persona de Jesús. Idéntico es el significado de la nube luminosa que envuelve a todos con su sombra (v. 5). En el libro del Éxodo se habla de una nube luminosa que protegía al pueblo de Israel en el desierto (cf. Éx 13,21), signo de la presencia de Dios que acompañaba a su pueblo en el camino. Cuando Moisés recibió la ley, el monte quedó envuelto en una nube (cf. Éx 24,15-16) y él descendió con el rostro resplandeciente (Éx 39,29-35). Nube y rostro resplandeciente son, por tanto, el reflejo de la presencia de Dios.
Sirviéndose de estas imágenes, Mateo afirma que Pedro, Santiago y Juan, en un momento particularmente significativo de sus vidas, han sido introducidos en el mundo de Dios y han gozado de una iluminación que les permitió comprender la verdadera identidad del Maestro y la meta de su camino: no había de ser el Mesías glorioso que ellos esperaban sino un Mesías que, después de un duro conflicto con el poder religioso, sería hostigado, perseguido y crucificado. Y se han dado cuenta también de que sus destinos personales no serían diferentes del destino del Maestro.
4«La voz del cielo» (v. 5)
«La voz del cielo» es una expresión literaria utilizada frecuentemente por los rabinos cuando, para concluir una larga discusión sobre un tema, querían presentar el pensamiento de Dios.
El argumento del capítulo precedente (cf. Mt 16) había versado sobre la identidad de Jesús. El mismo Maestro había abierto el debate con la pregunta: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt 16,13). Después de exponer las distintas opiniones, los apóstoles, por boca de Pedro, habían manifestado su convicción: él era el esperado Mesías. La voz del cielo declara ahora el parecer de Dios: “Jesús es el predilecto”, el siervo fiel en el que se complace el Señor (cf. Is 42,1).
Ya en el momento de su bautismo fue oída esta “voz” pronunciando las mismas palabras: “Este es mi Hijo predilecto” (Mt 3,17); ahora se añade la exhortación: “¡Escúchenlo!” Escúchenlo aun cuando parezca que propone caminos demasiado comprometidos, estrechos y escabrosos, elecciones paradójicas y humanamente absurdas.
En la Biblia, el verbo “escuchar” no significa solo “oír” sino que frecuentemente equivale a “obedecer” (cf. Éx 6,12; Mt 18,15-16). La recomendación que el Padre dirige a Pedro, Santiago y Juan y, a través de ellos, a todos los discípulos, es “poner en práctica” lo que Jesús enseña. Es una invitación a orientar la vida de acuerdo con las propuestas de las bienaventuranzas.