José María Baldoví
De Ricardo Sanín Restrepo sabíamos que es un notable autor de textos penetrantes y heterodoxos sobre teoría crítica constitucional. Es una autoridad, incómoda, desde luego, y expatriada, como es de rigor entre nosotros. De hecho, desde hace años, se ha dado a la tarea de sentar los pilares filosóficos de una corriente que empieza a tomar fuerza por cuenta de sus vigorosos y justicieros textos académicos. Esa corriente es la referida a la
desencriptación de los “pactos sociales” que orientan a nuestras escuálidas, excluyentes y colonizadas democracias de este costado aporreado del globo terráqueo. No es demagogia. Es la constatación, o mejor, lúcida y conceptual revelación, por medio de instrumentos epistemológicos heideggerianos, cuánticos y postconstitucionales, de un orden político demoliberal que proclama aquello que más teme, y odia: la libertad.
Digo que Sanín Restrepo es un autor académico y heterodoxo. Académico, porque su discurso se inscribe dentro de los cánones de la exigencia propia del terreno de su especialidad: el Derecho Constitucional, y heterodoxo, porque recurre a la literatura y al cine, es decir, a la metáfora plástica, para desvelar el lado oculto de la modernidad: la colonialidad. Qué sería de su parlamentaria Majestad Británica –tradición y modernidad- sin el espectáculo del buen salvaje, que como el mono del organillero, baila mientras piensa que quien le da cuerda al organillo no podría vivir privado de sus aspavientos de mico bufón. Claro que mientras baila, la correa le impide ir muy lejos, pero él piensa que esa es su voluntad: bailar para el organillero es su manifiesto destino vital.
Otra cosa hay que decir sobre el heterodoxo académico Sanín Restrepo. Que la música del inglés lo ha ganado para buena parte de sus libros, pues, entre otros, ha escrito en esta lengua “Decolonizing Democracy: Power a Solid State” y “Being and Contingency: Decrypting Power”. En inglés razona. En inglés deconstruye el código oculto del Leviatán. En inglés musicaliza el pensamiento jurídico. De lo que todavía no teníamos pruebas fehacientes, aunque sí fundadas sospechas, era que Sanín Restrepo llevaba un novelista en el bolsillo. Un novelista que escribe en español, a veces con un español de sabor antioqueño –la voz, el tono, solo se encuentra lejos de casa-. Y ese novelista acaba de salir a escena para presentarnos “El cuerno de Gabriel”, que como bien nos anuncia su autor en el prólogo, “Este no es un Bildungsroman, una novela de formación, pues aquí no se funda ni se forma ninguna memoria, sino que se destruye toda posibilidad que ella tome las riendas del tiempo. Escribir es construir tabiques de distribución y muros de contención a la memoria, repelerla para que vaya a morir sola y despoblada, impedir que vuelva sobre la vida para embrujarla con la monstruosidad de su deseo de muerte, el recuerdo. Se trata de escribir para no dejarle a la memoria más que un caparazón de huesos secos”.
¿Qué es entonces “El cuerno de Gabriel”? Una novela que, a pesar de la aparente evocación bíblica del título, va más allá de bordear el abismo moral y social de la antioqueñidad –colombianidad, por extensión o definición ampliada-. Lo que en realidad se propone Sanín Restrepo es poner en práctica, llevar a la ficción, el efecto óptico de reflejar un espejo en otro y la infinitud de imágenes que produce tal efecto. Ese es, en muy resumidas cuentas, el cuerno de Gabriel o trompeta de Torricelli: una sola figura proyectada en una superficie infinita. En sentido bíblico, este cuerno alude a la bocina que posiblemente tocó el arcángel Gabriel para anunciar el Día del Juicio. De modo que el Juicio Final y las infinitas imágenes reflejadas entre dos espejos, algo semejante a lo que vemos en la expresionista escena crucial de “La dama de Shanghái”, es el verdadero asunto formal y conceptual de la obra. Pues lo que el autor postula discursivamente, filosóficamente, se cumple orgánica e intrínsecamente.
Por eso es que el protagonista no solo vive, sino que recuerda –y en el recuerdo vive-, y en ese duermevela que ocurre entre el estar despierto y rememorar el pasado –que siempre nos alcanza-, se desatan, ad infinitum, relaciones simétricas, distorsionadas o ambiguas que van de las memorias lejanas –recreadas- a las imágenes presentes de quien relata ese juego de representaciones reflejadas entre el espejo del pasado y el espejo del presente que se nos escapa. Otro jardín de senderos que se bifurcan.
Es también “El cuerno de Gabriel” no una, sino dos novelas. La primera es la de las peripecias de quien las cuenta, ceñido al geométrico truco de Torricelli. La segunda es un diálogo epistolar que recoge reflejos temporales, espaciales, filosóficos, paradójicos, y naturalmente políticos y sociales, del laberíntico cuerno de personajes de la novela-espejo. Esta parte acrecienta y acaba de tejer la múltiple mirada de quien se ve reflejado en los ojos del pintor que reflejan la mirada de quien se ve reflejado.
Por otro lado, “El cuerno de Gabriel” es la memoria de un joven levantisco y desquiciado de la clase alta de Medellín, que entre ecos de Fernando González y Fernando Vallejo, desnuda a una sociedad tan oscura como los pecados que comete y oculta. No hay literatura sin crimen, dirán por ahí, y es cierto. Aquí se comete un pecado capital, antecedido por otros, al tiempo que precursor de tantos más.
“Volver a Medellín después de pasar mis años formativos en lo que creía el paraíso sobre la tierra, una ciudad universitaria en el norte de Estados Unidos había desangrado mi ánimo y avinagrado mi carácter, me había convertido en un adulto iracundo a los catorce años. Lo que vendría me haría un loco de remate”, escribe Sanín Restrepo en su novela. Porque tampoco hay literatura sin paraíso perdido ni pérdida de la cordura. Y eso es lo que le ocurre al personaje promesa -malogrado por la realidad, mortificado por la ilusión desvanecida y tan lúcido como un loco-, que cuenta estas desmadradas historias familiares, de club social y de barriada, e igualmente montañeras, asesinas, nacionales, que componen una novela que buena falta le hacía a este cadáver insepulto que es Colombia.
Los recuerdos del personaje de Sanín Restrepo son alegoría de lo que predica el autor, que nos dice que todas las vidas caben en una gota de tinta, como todos los reflejos caben en los espejos de Evangelista Torricelli. Son recuerdos que al encontrar una forma, una determinada composición, una cierta orientación, adquieren un tono, una perspectiva, una temperatura que por fin nos revelan los signos de los tiempos que vivimos.
La pastilla lisérgica de Sanín Restrepo es el manifiesto de una generación que ha vivido y seguirá viviendo a la desesperada. Cuyo destino no parece ser otro que salir corriendo del país o morir en vida, si le toca quedarse aquí.
Sanín Restrepo se tuvo que ir de Colombia para escribir “El cuerno de Gabriel”. Se fue para no volver. Se fue para encontrar las claves del relato. La distancia, también dicen por ahí, es la mejor manera para crear arte sobre lo más cercano, lo más íntimo, lo más nuestro. Puede ser. El caso es que allí a donde vaya el autor, Colombia lo seguirá como un sicópata. Sanín Restrepo está herido, pero no de muerte. Está a salvo. Logró desentriparse.