Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: -Id a la aldea de enfrente encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto.
Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila.»
Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: -¡Viva el Hijo de David! -¡Bendito el que viene en nombre del Señor!-¡Viva el Altísimo! Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: -¿Quién es éste? La gente que venía con él decía: -Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea.
Palabra del Señor
Reflexionemos juntos
La liturgia de este domingo de Ramos está llena de enseñanzas.
unas breves explicaciones sobre el triple significado de la procesión de las palmas: es un recuerdo, una realidad presente y una profecía.
-Recuerdo. Ante todo es el recuerdo de un hecho de la vida de Jesús, que tuvo lugar en Jerusalén el domingo anterior a su muerte.
De todas partes, una multitud innumerable de peregrinos habían acudido a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua. En todas partes no se hablaba aquel año más que de Lázaro, un muerto que Jesús había resucitado. De repente se supo que Jesús estaba en Betania. La muchedumbre se trasladó allí y espontáneamente se forma una comitiva. Jesús no se opone, antes manda buscar un asno que le ha de servir de cabalgadura según la profecía de Zacarías (9. 9-10): “Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno”.
-Realidad actual. El domingo de ramos es para nosotros un día en que públicamente confesamos nuestra fe. La procesión que acabamos de hacer no es otra cosa que una gozosa manifestación de la fe que profesamos.
Pero si nosotros nos limitamos únicamente a asistir a esta liturgia, a cantar y llevar las palmos o ramos de olivo, no podemos decir que acompañemos de veras a Cristo. La religión, para muchos cristianos, es solamente esto: espectacularidad, y no influye para nada en sus vidas. Esta manifestación pública de fe en la realeza de Cristo que todos juntos acabamos de hacer ha de reflejarse también en la vida de cada uno de nosotros, como lo exige la liturgia que celebramos.
“… que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes”. El simbolismo de las palmas es un simbolismo de lucha y de victoria.
Podemos decir que en esta liturgia somos consagrados combatientes y mártires. Que es “nuestra promoción anual a la dignidad de caballeros y mártires” (·Pius-Parshs).
La palma, símbolo de martirio. Al llevarlas queremos manifestar a Cristo que estamos dispuestos a darle testimonio como los mártires, si no con el de nuestra vida, porque tal vez no lo quiera, sí al menos con el de nuestras buenas obras de cada día y el de nuestra lucha incesante contra los enemigos.
Y aquí puede haber un enorme contrasentido. La palma, símbolo de victoria. Con la palma en las manos queremos manifestar que hemos vencido a Satanás, y, sin embargo, desgraciadamente puede ser que, por dentro, interiormente, sea él nuestro vencedor. Para ser lógicos, coherentes con nuestra fe, es necesario que la realidad se ajuste al simbolismo, es necesario que lo que expresamos externamente lo poseamos interiormente.
-Profecía. Veamos en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el glorioso cortejo del Señor cuando vuelva, con poder y majestad, para llevar a los suyos a la Jerusalén del cielo. Salgámosle entonces al encuentro con palmas y ramos de olivo, con nuestras manos cargadas de buenas obras, con nuestra victoria sobre el pecado, sobre la carne y el mundo.
La cruz, y sólo ella, es quien franquea, lo mismo a Jesús que a nosotros, la entrada en la gloria del cielo. ¿A quién llamará para formar parte de la triunfal comitiva que ha de entrar en la Jerusalén celestial? A los que hayan reconocido a Cristo como Señor y hayan aceptado su señorío. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos -en la verdadera Jerusalén, de la cual aquella Jerusalén terrena es tan sólo un símbolo-, sino el que cumple la voluntad de mi Padre”.
La entrada de Jesús a Jerusalén es un gesto simbólico, que quiere poner de manifiesto el carácter mesiánico de la persona y la obra de Jesucristo. Jesús es el Rey-Mesías anunciado por los profetas, y por esto entra solemnemente en la ciudad Santa y es aclamado por el pueblo como enviado de Dios. Pero las características externas de esta entrada “triunfal” no tienen nada de triunfalistas. Jesús no se presenta como un vencedor militar al frente de un ejército, sino como un rey pacífico de la “buena gente” del pueblo. Y esta entrada, de hecho, representó para Jesús el pórtico de su pasión, fue la primera estación de su caminar hacia la cruz.
Al conmemorar ritualmente este episodio de la vida de Cristo, nosotros deseamos proclamar que Jesús es nuestro rey. Pero su realeza no consiste en la posesión del dominio universal, sino que ha sido conquistada al precio del sacrificio de su propia vida. Ha llegado a la realeza pasando por la humillación (Cf. también en la segunda lectura de la misa). Ha llegado al dominio total gracias a la obediencia perfecta a la voluntad del Padre. Nuestro Rey es un Rey sufriente, el cual en la total posesión de su imperio conserva las cicatrices gloriosas de las plagas.
Penetrar el sentido de esta paradoja, que es el sentido del misterio de Pascua, es una gracia propia del domingo de Ramos.