Se comprometió, de otra parte, con ser colaborador de mi periódico escolar, previa invitación que le hice como fundador y director.
Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
Mi abuelo materno, Felipe Montoya Toro, veía satisfecho, a fines de los años 60 del siglo pasado, los avances periodísticos que yo, con escasos quince años de edad, venía teniendo en Pereira, donde no sólo era director-fundador de un periódico escolar: “Satélite”, en el Colegio Rafael Uribe Uribe, sino también columnista de “El Diario”, dirigido entonces por su propietario, Alfonso Jaramillo Urrego.
Cierto día, sin embargo, se apareció con una novedosa propuesta: lograr que yo pasara de “El Diario” a “La Patria” de Manizales y, por ende, del primer diario local al primero de la región cafetera que ahora incluía tres departamentos: Caldas, Quindío y Risaralda. Y como él conocía de sobra al rotativo fundado en 1921 por Francisco José Ocampo, buscó la forma de lograr su cometido.
Fue así como averiguó que el célebre cronista Luis Yagarí (Gonzalo Uribe Mejía) estaba al frente de la sección informativa de Pereira en “La Patria”, por lo cual supo que era la persona indicada para hacer realidad su sueño. A continuación, preguntó por su sitio de residencia y me envió allí con una carpeta de artículos, a modo de archivo.
“Que Dios lo bendiga”, dijo al despedirme.
Encuentro con Yagarí
Llegué temprano a la casa de don Gonzalo, situada por la carrera sexta, cerca del Parque La Libertad, en pleno centro de la capital risaraldense.
Doña Elenita Palacio, su esposa, abrió la puerta y me hizo pasar tan pronto le expliqué de qué se trataba, gratamente sorprendida porque este niño, aún adolescente, ya fuera periodista, publicara artículos en la prensa local y quisiera ser colaborador de “La Patria” -Decano de los diarios del occidente colombiano, según proclamaba en su cabezote-.
Me invitó, de inmediato, a ocupar una elegante y cómoda silla en el recibidor, mientras llegaba su esposo.
Minutos después, Yagarí repasaba mi carpeta de artículos, de los cuales había leído algunos en “El Diario”, y cuando encontró el último, todavía sin publicar, me pidió que se lo leyera en voz alta. Yo, que tenía amplia experiencia en tal sentido como orador del colegio, puse la entonación requerida, conteniendo la respiración en el momento preciso, e hice énfasis en las partes que me parecían más bonitas, donde era evidente la influencia de la escuela grecocaldense que él representaba en grado superlativo.
“Sí, voy a escoger uno para enviarlo a La Patria para ver si lo publican”, me dijo cuando se levantó para despedirme junto a doña Elenita, quien parecía haberse convertido en mi cómplice a juzgar por su tierna mirada y su pícara sonrisa. “Muchas gracias”, respondí.
En los días siguientes, lo primero que hacía en la mañana era ir hasta las oficinas de “La Patria”, a la vuelta de mi apartamento (sobre la carrera novena entre calles 21 y 22), para comprar el periódico, buscando ansioso la sección de Pereira y deseando, con el corazón agitado golpeándome el pecho, la publicación del artículo.
Hasta que apareció, pero distinto al que yo esperaba, con una nota aclaratoria, entre paréntesis y debajo de mi firma: “Envío del poeta Luis Carlos González Mejía”.
No sabía, en realidad, qué había pasado.
“Consagración definitiva”
Pero, lo supe cuando Yagarí me explicó, emocionado, que el envío de ese artículo no era obra suya sino del insigne Poeta de “La Ruana” (de ahí el título: “En voz alta”, el de mi columna semanal en “El Diario”, de donde lo había recortado), todo porque en él me refería a su amigo Iván Cocherín, conocido escritor caldense, quien recién había dictado una conferencia sobre literatura en el Instituto Risaraldense de Cultura a cargo del pintor Rubén Jaramillo Serna.
“Esta es su consagración definitiva”, aseguró el viejo cronista (considerado entonces el mejor del país por Hernando Giraldo, prestigioso columnista de “El Espectador”).
“Tiene que ir a conocer al poeta para agradecerle”, me dijo, no sin antes entregarme una pequeña tarjeta con su nombre para llevársela al Club Rialto, donde el maestro Luis Carlos fungía como secretario ejecutivo.
El poeta ya había leído mis artículos en “El Diario”, donde había sido periodista junto a Jaramillo Urrego; me habló de Cocherín, con quien no pudo verse en su pasada visita a Pereira, y me obsequió un ejemplar de su libro “Asilo de versos (Sibaté con más celdas)”, con una dedicatoria que yo exhibo, desde entonces, con orgullo: “Para el joven periodista Jorge Emilio Sierra Montoya, cuya generosa amistad me estimula”-.
Se comprometió, de otra parte, con ser colaborador de mi periódico escolar, previa invitación que le hice como fundador y director.
“Soneto inútil”
A los pocos días del histórico e inolvidable encuentro, el maestro Luis Carlos me dejó su colaboración en la recepción del club, en sobre cerrado “para el amigo Sierra Montoya”, dos páginas escritas a máquina en papel de carta, la primera de las cuales decía lo siguiente:
“Amigo Sierra: Nunca he sido nada distinto a un modesto versificador y el calificativo de poeta no existe para mí, para aplicación propia o ajena. Siempre he considerado que el poeta es el lector, obligado a gozar, ya rimado, un pensamiento propio que no le ha sido posible expresar en forma acariciante, sonora y agradable”.
“Pero -concluía en su mensaje-, como no quiero aparecer ante usted como un hombre de mala voluntad, le adjunto uno de los cardos de mis últimas cosechas. Excuse su baja calidad, pero yo sigo siendo un romántico, pasado de moda, operado con leña y sin repuestos”.
En la segunda página venía el poema “Soneto inútil”, inédito y, por tanto, exclusivo para Satélite, en el que canta a un amor tardío, durante su vejez, relación que guardaba oculta, clandestina, por la cobardía de la pareja. He aquí su contenido:
“De más allá de tradición lejana / en nuestra misma arcilla retenida, / te ha esperado el otoño de mi vida, / como espera la noche a la mañana.
De más allá de tu oblación temprana / con sueño de muñecas confundida, / es por ti mi presencia perseguida / como noche que espera la mañana.
Todo en nosotros grita que sentimos / al callar el anhelo que oprimimos / en nuestra silenciosa compañía.
Y que la realidad de nuestra entrega / sigue apresando, con mudez que ruega, / nuestra inútil cobarde cobardía.”
Mentira piadosa
Ambos textos aparecieron en la siguiente edición del periódico, en una sección especial para los mejores escritores del departamento, al igual que una pequeña crónica de Yagarí, quien también quiso brindarme su apoyo como nuevo colaborador de “La Patria”, donde días después apareció mi primera entrevista, precisamente al poeta Luis Carlos González, porque el mismo Yagarí me pidió hacerla, aprovechando la amistad que ya había nacido.
Sólo que, en la versión de mi diálogo con el poeta, éste apareció llorando, conmovido, en alguna finca donde oyó dizque una bella interpretación de “La Ruana”, su más famoso bambuco, situación que de ninguna manera había ocurrido, ni él tenía por qué contarla.
Escuché en silencio el cordial regaño del maestro Luis Carlos, quien me recordó que un periodista no debe mentir sino sólo decir la verdad y cumplir así con la regla de oro de su oficio: la objetividad, aunque por ello pierda lectores y sus escritos no tengan el mayor impacto deseado.
Esa fue una lección que tendría presente por el resto de mi vida.
(*) Exdirector del diario “La República” y miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.
(*) (Segunda parte de mis Memorias -“Una vida en olor de imprenta”- sobre personajes que marcaron sus huellas, aún en preparación)
Muchas gracias señor Sierra por tan sensible y conmovedora historia. Cuando leía las intervenciones del maestro Luis Carlos , hubo un momento que me llegó la imagen de Borges . A mi parecer los poetas son almas sensibles y universales.