La ciudad se disfraza con el oropel, las luces y la fanfarria de sus centros comerciales.
Gonzalo Hugo Vallejo Arcila
La ciudad, entelequia de signos, señales y sonidos, se orienta por el sin sentido de sus vías arterias que terminan, calle abajo, abrazadas por el río. Es allí donde confluye y se diluye la absurdidad y el caos amparados por la escandalosa complicidad del ruido. En abierto contubernio con el brumoso smog de lo incierto y el cementíneo espejismo de la utopía, los confusos urbenautas se pierden en la mismidad grisácea y mítica de esos seres que deambulan por el fabulario asfaltado de sus medrosos imaginarios: espacios y tiempos que la civilidad y la historia fusionan con la naturaleza en un diálogo telúrico enriquecido por la magia de una poética del espacio que entonan a través de sus cantos ecológicos citadinos.
Descifran ese mundo críptico del gesto y el fonema para interpretar la jeroglífica urbana y responder así, a los trilemas y aporías que les plantea la vida consuetudinaria y los misterios inasibles de la condición humana y urbana. La eufonía semiótica de sus días ha sido matizada por el paso gravoso de las horas que se sienten a través de hilarantes silencios con su carga intermitente de anhelos y pesares. Buscan convulsas y afanosas metalecturas, inéditas e inefables, para interpretar los misterios urbanos. Sienten que los absorbe el mundo de lo mediático que divulga la trivialidad de sus trágicos idearios, fantasmas de papel que habitan en las páginas irredentas de sus cautivos columnarios mentales.
Las luces del semáforo se adelantan a las cebras y a los coches y detienen el atrevido bómper y el estridente y provocador pito que urdió, cuadra arriba, la neurastenia colectiva y el histérico rezongueo de los transeúntes. La ciudad se disfraza con el oropel, las luces y la fanfarria de sus centros comerciales. Las parafílicas vitrinas interpelan su claroscuridad voyerista perceptora de la efímera duración y el agridulce sabor de taciturnas y delirantes vidas seducidas por la voluptuosa noche que sabe de secretos insondables y de los inconfesables y abisales vértigos del placer y la locura, allí donde vicios y ardides se resguardan entre las luces celestinas y mortecinas de los caspetes callejeros.
Desde allí se conspira entre risas, gritos, imprecaciones y suspiros, contra el oprobioso imperio del miedo que vulneró la frágil textura de sus sueños. Curiosos ven cómo brotan de los mágicos surtidores de su noctámbula vida, los sueños líquidos, esa constelación onírica de instintos, intuiciones, vivencias y sentires. Llegan a su lúbrica estancia con su alforja llena de decires y sentires; se pasean por el parque para verlos luego estrellarse en las esquinas entre etílicas serpentinas de aflicción. Esos seres que pueblan la nocturnal oniromarquia citadina ya están con ellos esperando la hora del reencuentro para andareguiar por la pluriurbe con la brújula de sus sueños de cristal. Se entabla así, el diálogo cifrado e hiperbólico que desnuda el cuerpo trágico de su vida consuetudinaria.
A través de él se escuchan las narrativas urbanas sobre sicariatos, falsos positivos, intolerancias barriales, peculados, demagogia populista y falsa asistencia oficial. Tienen la suficiente lucidez para no tomar en serio los discursos mañosos basados en una moral utilitaria del éxito y del interés que se jacta de poderlo todo utilizando al otro como peldaño para escalar posiciones. Rechazan la cháchara del político y su carga sofística envolvió en un cascarón sonoro y hueco el mundo de las palabras entronizando la estoica y vana disposición de escuchar, comprender y callar. Les queda claro que la inteligencia socio–emocional no es más que un sartal de habilidades fulleras e inescrupulosas poses.
Muchos de ellos saben que la política, sin reato alguno de consciencia, toma la cultura de la trampa y el atajo pisoteándolo todo. Sueñan con la la llegada de una nueva generación con la sensibilidad suficiente para valorar con civilidad, pasión y ternura cada recodo urbano pletórico de recuerdos y vivencias. Cada calle analogiza un estado de ánimo, quizás una actitud. Le apuestan a esa acción comprensiva de ver por fin que la niñez es un patrimonio, una parte bella e irrenunciable de su ser colectivo que siempre los acompañará como su única patria, su eterno presente, su ofrenda vital y cósmica. Reconocen a sus niños como sujetos protagónicos de derecho, con garantías para el pleno ejercicio ciudadano.
Presumen que de ese sueño depende que la ciudad sobreviva. Las ciudades ya no serán cruentos campos de batallas donde se enfrenten ejércitos de mendigos y desechables a indolentes transeúntes. Se comenzará a vivir la utopía urbana de la justicia solidaria y restaurativa con su cortejo de esperanzas callejeras. Los parques volverán a ser lugares de encuentro donde se darán cita la sensibilidad, la alegría y el amor. En sus bancas se sentarán sus cansados sueños y traviesa y loca la imaginación, transitará por sus jardines floridos.
Se acabarán los privilegios de personas, grupos y clases que privatizaron los imaginarios urbanos y llenaron de incertidumbre, desarraigo y soledad las estancias frías e irresolutas de la gran ciudad. Invitarán al gran banquete de la vida a ese basuriego que, después de la ardua brega, se refugia en sus sueños de lata y de cartón.
Anhelan ayudar a construir escenarios donde al respeto hacia la otredad y la tolerancia se le erigen templos y se exorcizan a los seres posesos de soberbia y endemoniados con el poder. La ciudadanía será capaz de pronunciar su palabra salvífica lejos de los fatuos libretos de la originalidad. Serán las verdades relativas y la ajada autenticidad, las notas de esa partitura valórica que expresará su sinfonía existencial y cotidiana. La solidaridad no será sometida al influjo plástico y perverso de una sonrisa de reina, el asistencialismo procaz, la cursilería compasiva de una dama gris tricolor o el postizo ambiente de un banquete del millón. Ya no se defenderán las nociones maniqueas del bien y la verdad.
Tampoco esos sueños decimonónicos de libertad, igualdad fraternidad y esperanza, quimeras que han servido para justificar el poder de pocos y la pesadilla de muchos. Ejercerán el don de la libertad para forjar alternativas lúdicas, espacios de civilidad favorecedores de diálogo y encuentro entre seres agobiados por una cotidianidad llena de oprobio, vileza e inseguridad. Convertirán la avenida junto al contaminado río en un malecón por donde transiten el asombro y la saludable y alegre aventura del vivir en amigable charla que revive el antiguo dialogar socrático. Sueñan con una ciudad que se construye a través de la arquitectura verbal de su poesía y la ingeniería de sus sueños.
La arboleda le abrirá así, el paso a los variados matices de la luz solar que enviarán susurrantes y cálidos mensajes al visitante del parque a través de temerarias cometas y coquetas palomas con su inquieto andurriar… Seguirá siendo, entre rumbos y andares, de esta forma y muchas otras, la ciudad de sus sueños. En esta expedición urbenáutica, ella seguirá siendo compañera, camino y destino. En su bitácora quedarán registradas abruptas etopeyas y sinuosas distopías, Ella, en su callada interlocución, continuará acompañando el gravoso trasegar de sus febriles sueños y poniendo atento oído a sus intermitentes y abúlicas cantinelas, compases disfónicos que orquestan su rapsodia en gris asfalto.
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